- Cuál es tu nombre, moro?
- Rodrigo me bautizaron, señor, en Triana.
- Sea, pues, pese a tu color cetrino, lo que afirmas.
- Haré por el Señor de ésta expedición lo que nadie, señor Maestre. Y ganaré la recompensa de diez mil maravedíes: Encontraré Cipango antes que nadie para el Capitán Mayor. Juro que lo haré…
Mientras, pendiendo de una jarcia, que se balanceaba ligeramente al compás de la marea, un ave cantaba en su jaula.
La tripulación echó a reír ruidosamente al escuchar el discurso. El hombre los miró compadecido:
- ¿Reís ante el triste canto de aquél pinzón, o de nuestra incierta fortuna, camaradas? Así como de ésta luminosa mañana, disfrutad de su trino, que nace del recuerdo de la luz que un día vieron sus ojos. Respetad el canto del ave que entona para todos dolorosamente su ceguera por complacer el humano oído y que musita un poco también, el incierto destino de nuestra casta marinera. ¿Así reís ante el trino anhelante de vuestro propio corazón?
Callaron todos y cada quien volvió a lo que hacía, mientras el maestre miraba sorprendido la escena.
- ¡Lárgate a “La Niña”, gitano, y prompto, antes que eche de verte el Almirante y te tire por la borda, que todo morisco pesa demasiado a su fama!
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