En su cabeza los recuerdos se desbordaron como un aluvión. La luz del semáforo demoraba un siglo en cambiar, pero ya estaba acostumbrado, por eso prefirió distraerse en otra cosa. Por el espejo retrovisor vio a los niños que iban sentados atrás, junto a su mujer se dirigían a la iglesia de los Dominicos a la misa de domingo de ramos.
Cuando la luz cambió a verde puso el pie en el acelerador, se hacía tarde y aun le quedaba pasar antes por el cuartel. La noche anterior no pudo dormir de tanto pensar en la mujer que habían tomado presa en los allanamientos de los primeros días de aquella semana, tampoco le ayudó el bullicioso rosario que hasta tarde mantuvo despierta a su señora.
Al entrar a la base aérea los soldados se le cuadraron como solían hacerlo con todos los oficiales y sin demorar le abrieron paso al vehículo. Antes de bajar el hombre miró otra vez a su mujer y llevó su mano diestra hasta la frente donde le dibujó una bendición; con dulzura pidió a los niños un poco de paciencia; luego sintonizó en el dial del coche la opera de domingo, para hacerle a sus seres queridos más grata y llevadera la espera.
Mientras bajaba por las oscuras escaleras que conducían a los calabozos una fuerte jaqueca se apoderó de su crispa. Del fondo del pasillo sintió los lamentos de los prisioneros de la última célula desarticulada por el escuadrón. Poco a poco los desgarradores lamentos fueron enfureciendo sus ánimos a tal punto que cuando estuvo allí, ya fuera de sus casillas, ordenó a los centinelas abrir el calabozo. Apenas entró a la fétida celda y sin mediar aviso previo, comenzó otra vez a propinar una pateadura a los maltrechos antisociales que se encontraban tendidos en el piso sobre unos charcos de sangre coagulada. Como un monstruo no dejó de golpearlos y escupirlos. Transformado en una bestia ordenó a los soldados llevarlos del cogote a la cama eléctrica donde los tuvo un buen rato sometidos a torturas. El chillido húmedo de los infelices hicieron inflamar las venas de su frente. A punta de gritos e insultos no cesó de preguntarles por el sitio donde supuestamente guardaban las armas. Cuando ya no pudo más del cansancio miró su reloj; recordó que su mujer y los niños lo esperaban afuera del recinto para la misa. Mientras subía las escaleras en dirección a la calle pasó por afuera de la celda de la mujer que había sido detenida junto al grupo de Lautaristas. Cuando estuvo parado allí con voz seca preguntó al guardia inquiriendo información sobre el estado de salud de la prisionera. En la víspera había estado toda la tarde con ella tratando de sacarle información, apagando los puchos encendidos sobre su pubis y metiendo tubos con ratones por su sexo. La maltrató, la violó, orinó su cara muchas veces, la tuvo desnuda en el patio mientras unos soldados la mojaban con las mangueras para incendios. Sin embargo y pese a que no logró sacarle información útil, de aquella requerida por le fiscal militar, toda la noche anterior la estuvo pensando como un obsesionado. El dulce olor a flores de su perfume se había impregnado a su cuerpo como una maldición, el delicado timbre de sus súplicas había quedado dando rebote en su sesera. Por eso aquella mañana de domingo al pasar otra vez por afuera de la celda donde ella permanecía incomunicada, sintió el espanto de sus demonios asolar su alma y sin esperar un segundo más salió corriendo todo desesperado hacia la salida.
Antes de abrir la puerta del auto, se secó el sudor, volvió a abrocharse los botones de la camisa y se peinó el pelo con las manos. En el interior su mujer lo esperaba ansiosa con una angelical sonrisa y una tierna mirada.
Minutos antes de encender el motor buscó la Biblia y la puso sobre sus rodillas. Con premura trató de ubicar el salmo que más tarde le correspondía leer en el altar, ya apenas quedaba tiempo para ello. Cuando finalmente lo encontró puso el hilo de seda rojo para marcar en la fina hoja y luego cerró el sagrado libro. Cuando ya estaban en marcha otra vez, su mujer le recordó aquello de pedirle al cura la bendición del ramo para ponerlo tras la puerta del hogar, como buenos cristianos que eran. Él solo la miró con el ceño fruncido mientras en la radio la sinfónica desataba el llanto de los violines por los parlantes.
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