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Querida Mónica:
Hace tiempo que estoy dudan en escribirte estas líneas.
Muchas veces comencé con esta frase y terminé arrancando y rompiendo la hoja. Solo al final sabré si el destino será un sobre o el tacho de basura. Siempre ahí, al lado de la mesa, inamovible, aunque no lo creas es mi compañía más fiel. Sí, el mismo que me compramos juntos. ¿Té acordás verde, ni muy chico ni muy grande? Tal cual vos lo querías. Es por eso, a veces creo que las cartas que dejo allí te llegan igual.
Espero que estés bien, siempre fuiste feliz y supongo que lo seguirás siendo. La felicidad es algo que nunca te costó demasiado. Siempre recuerdo tu risa, fácil e inocente, y como tus ojos se llenaban de luz con los detalles más simples, cosas que para mí eran obsoletas siempre te hacían feliz. Ahora entiendo el porqué.
¿Sabés? Tenías razón.
Ya no hay dudas, o al menos, yo no las tengo.
Siempre creí que la soledad era un inmenso vacío en el que era imposible respirar. Hoy me doy cuenta que eso no es cierto, que estaba equivocado.
Hace ya dos años, una semana y dos días, para ser exactos, que la elegí. Y no solo sigo vivo, sino que creo haber llegado a algo muy cercano a la felicidad.
He dejado de preocuparme si a alguien le molesta como me visto y como me peino. Ya no necesito estar pulcro y oler bien durante todo el día; ya no me importa si lo que dio o pienso puede llegar a herir a alguien o si mis horarios afectan a los demás. Además, descubrí el silencio. Si, el silencio, y ese es un capítulo aparte. Gracias a él, descubrí que puedo conversar conmigo mismo y conocerme. Te cuento que ese es mi mayor placer.
Debo confesarte que al principio fue muy duro poder intercambiar unas cuantas palabras solo un par de veces a la semana. Hablar con la gente del pueblo en donde compraba los alimentos y las cosas necesarias para vivir era una necesidad y un alivio, sufrí mucho. Pero luego de un tiempo, en el que creí volverme loco, me acostumbré. Después, fue placentero. Luego necesario. Y hoy, en mi encierro voluntario en este claustro, pequeño y bien iluminado, en donde solo entra mi humilde cama, este pequeño escritorio y nuestro tacho de basura, ese silencio es tan imprescindible como el aire y la comida. No, no; es aún más necesario, ni el aire ni la comida me hicieron feliz, en cambio ese silencio si lo hizo.
Ya hace mucho tiempo que dejé de hablar y realmente no me molestaría en absoluto no volverlo a hacer. Los carceleros me dejan la comida en la puerta y yo la tomo a escondidas cuando escucho que ya se han retirado. Nunca me crucé con ellos, no conozco ni quiero conocer los rostros de los carceleros del mundo.

Gracias a ti soy casi feliz. Estar tan cerca de la felicidad es algo maravilloso. Por las mañanas siento como mis manos tocan el cielo, y mi corazón es exalta con cada pequeño detalle o pensamiento. Disfruto de mi compañía, de la soledad y del tiempo para pensar (que es infinito). Me gusta soñar e imaginarme un mundo distinto, aveces donde todo es paz y amor y otras veces donde las catástrofes han destruido todo ya no queda nada, y aunque te parezca extraño disfruto con las dos posturas. Amo comer y descansar, amo soñar, amo el silencio y amo este lugar. En definitiva, gracias a ti aprendí a amar y ser feliz.
En mi nueva vida todo es perfecto salvo por un detalle: no tengo con quién compartir toda esta felicidad.


JLS



Texto agregado el 25-02-2008, y leído por 88 visitantes. (0 votos)


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