El viejo necesita el tronco de una centenaria planta de té para poder fabricar esos diez dados Reiki a su nieto. Yuang cumplirá 8 años y lloriquea de alegría cuando su abuelo Xiao-Tang le regala alguna obra de arte, como le gusta llamarlas. Una vez le ha fabricado un batallón de cincuenta guardianes mandarines a caballo, del ejército Ming, de una pulgada de altura, todos ataviados con el hermoso uniforme de paño marrón con vivos rojos. Para esta tarea ha incurrido en la tala de un viejo roble imperial anaranjado. Yuang asiste al tercer grado de la preparatoria infantil para integrar la honorable comisión de fiscalizadores ambientalistas del norte de la región de Shong Tai, la más húmeda y selvática de China. En cantonés, su idioma materno, se le llama “sho kay guang” a un sujeto como su abuelo, denotando que poco arroz habría cosechado en su vida y que tiene tiempo más que de sobra. Cierta mañana, Yuang llega a la morada de su abuelo acompañado de un compañerito de grado. El desconocido no tarda en elogiar los trabajos artesanales que orgullosamente adornan el rincón destinado a la plegaria y la meditación. Ofreciósele un cuenco con tallarines fritos de pasta de soja, y una tacilla de rocío de arroz. Al rato, el amiguito inquiere respetuosamente al anciano por un obsequio para su madre enferma, para lo cual le pagará con 20 lins de cobre, y luego indica el camino y la manera de llegar a un bosque de bambú donde guarda escondido un madero de abedul para tal empresa. Esa misma tarde, el compañerito de Yuang introduce en una cesta de mimbre a su mortífera serpiente Lí, y la libera en el bosquecillo de bambú, con la satisfacción de aportar un nuevo grano de arena en la causa cultural china.