Caracas es una ciudad cosmopolita, urbana y rural, caótica y ordenada, este y oeste, agresiva y pacífica, cuerda y trastornada. Caracas es una ciudad de contrastes, de encuentros y desencuentros, de pasión y amor. Si algo tenemos en común los caraqueños es que, no importa el interminable tráfico, amamos esta ciudad y no nos queremos ir de ella. Creo que, como caraqueña, puedo ofrecerles a mis lectores una breve visión, espiritual y urbana, de esta ciudad amada e incomprendida.
Vivir en Caracas es, urbanísticamente hablando, presenciar la Caracas vieja, con su casco histórico colonial, de Casonas solariegas y castizas, la Caracas romántica, con sus edificios versallescos y monumentos parisien (la Asamblea Nacional, el Palacio de las Academias, el Hospital Vargas, el Calvario y sus estatuas), la Caracas moderna en construcción de su identidad ( El Silencio, la Universidad Central de Venezuela, Altamira, la autopista Francisco Fajardo, Parque del Este, Los Proceres) hasta llegar a la Caracas posmoderna, eurocéntrica, colonizada y entregada a la globalización (la Caracas del Sambil, de los Edificios de Cristal en el Este de Caracas, llena de vidrios que reflejan la luz y aumentan la temperatura en una ciudad del trópico).
No hay que olvidar, dentro de la vida espiritual y urbana de Caracas, a los millones de compatriotas que, durante la segunda mitad del siglo XX, vinieron a poblar las montañas de este Valle en forma de "V", y que construyeron, con sus propias manos, sus espacios urbanísticos, en ausencia de un Estado que le garantizara sus derechos a la salud, la educación y a los servicios básicos, espacios a los que normalmente llamamos barrios o barriadas, llenos de ranchitos, cordones de miseria que son muestra de la exclusión que sufrieron las mayorías en este país bañado en petróleo.
Como caraqueña, nacida en la caraqueñísima parroquia La Candelaria, me unen a esta ciudad profundos sentimientos de amor por la ciudad, ese amor que nos impide irnos de aquí, de orgullo ante el hecho innegable de ser paisanos del Libertador Simón Bolívar, de asombro y consternación ante sus complejos problemas, compasión por sus sufrimientos y el de sus habitantes, a la vez que de alegría por sus glorias y triunfos.
Imposible olvidar el cerro El Ávila.
Guaraira Repano es su nombre aborígen, el nombre que le pusieron los indios Caracas, entre los cuales se encontraba el célebre guerrero Guaicaipuro, que murió defendiendo estas tierras de la invasión española y de los empalamientos de Diego de Lozada, el "fundador" de Caracas colonizada, y su hijo, Francisco Fajardo, nuestro primer malinche.
Caracas no puede ser explicada sin reconocer la presencia de Guerrero de esta bellísima montaña, mudo testigo de tantos cambios, de tanta lucha, de tantas contradicciones. No importa cómo definamos al caraqueño, todos siempre volvemos los rostros hacia su esplendor verde, que es de una belleza incomparable.
El Avila se nos mete en la ciudad, regalándonos, en sus amaneceres y atardeceres, bandadas de loros, guacamayas, periquitos y garzas. En Caracas, tras una buena lluvia que limpie, tenemos la fortuna de ver unos de los cielos más azules que pueda tener ciudad capital alguna. Hoy día, el Ávila está cruzado por un moderno sistema de teléferico, nacionalizado recientemente y bautizado con el nombre de Teleférico Guaraira Repano.
Como aquéllos caraqueños que quieran reconocerlo, admito que vivir en Caracas es presenciar, en cada esquina, en cada cerro, en cada calle, en cada cola, en cada monumento, en cada edificio, la presencia del realismo mágico ante la sorpresa visual que brinda una ciudad profundamente contradictoria, lugar de groseras riquezas y pobrezas, en donde pasado y presente son testigos de la búsqueda permanente del caraqueño por el futuro, razón por la cual, quizá, Caracas se construye y destruye todos los días, dejándonos sin sentido de identidad, sin memoria, pero sí profundamente identificados con el cambio, único cosa que es permanente en Caracas, única tradición real.
Caracas, una ciudad insurgente desde que tengo memoria...
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