Alejo Urdaneta
EL RÍO INMÓVIL EN TUS LÁGRIMAS
(Evocación de Buenos Aires)
Siempre iba a La Costanera, a la hora del almuerzo, y entraba al mismo restaurante. Esa hora muestra al río inmóvil como un lagarto marrón echado con las fauces abiertas, en busca de la luz que el sol imprime a los edificios que bordean la avenida. Después del almuerzo echaba a andar hacia la dársena mientras recordaba un poema de Lugones: “Allá en las dársenas quietas se mecen oscuras goletas soñando un lejano país…” No sabía si era así el poema, pero estaba seguro de la imagen que le hacía recordar el aceitoso río en aquel lugar quieto de turbulencia, pestilente hasta que lo limpiaron un día. Desde el muelle ve los barcos enormes, chorreados de brea, de chimeneas negras y largas como los días de verano, que imaginan viajes interminables a regiones desconocidas. Desconocidas para él en su Buenos Aires querido.
Este hombre solo que pasea al borde del río piensa en poemas que lo han emocionado, música que le ha dejado nostalgias. En pos de un amor perdurable pasan los años y continúa su rutina fluvial, río abajo hasta sentir el olor de los barrios cercanos, tocar con sus sentidos el rumor de lejanía que tiene La Boca.
Su ciudad, a la que ha querido descubrir, entrar en su secreto, se presentaba altiva, retadora frente a otros lugares que él desconocía. Era una adolescente cautivadora, con una lujuria escondida, no como la que ha visto en revistas de ciudades distantes: El Cairo, París… Su ciudad es seca y retraída, cerrada ante el asedio del amante impertinente, temerosa ante el extraño que desea develar su misterio. Por eso parece altanera. El dolor de la ciudad sale de bandoneones, de cantos tristes que esconden timidez. Observas a la gente de la calle y adviertes sus actitudes prevenidas, con la respuesta irónica como látigo; y si no es así, florece la melancolía de su hablar como un gemido. Y salen del pozo con rígida prestancia, para no admitir ningún abandono y justificar la frágil debilidad como un deber a lo ritual. Sabe que más allá de esta majestad de su manto se abre una enorme vastedad de silencio de dunas y viento, lugares en los que el desierto se agita y el hombre dialoga con la inmensidad.
Los que dicen conocerla, aman de ella su tristeza inconclusa, como una planicie amarilla olorosa a distancia. Aman su melancolía vaga como una pintura sin formas definidas. Aman un pensamiento hecho secreto.
Ya ha llegado a otro espacio del río donde se aprecia bonanza y riqueza. Lugares donde otros han cambiado sus hábitos y tienen lujo para sus almuerzos: Puerto Madero, antes tan popular y descuidado, amado de la gente del futbol, es ahora un lujoso paseo desde donde ve también la dársena quieta con sus oscuras goletas. Pero él no entra en los restaurantes de aquí, que ofrecen el vino de la mejor cosecha, el bife tierno. Aquí no puede llamar al mesero y cantarle una copla popular: “San Juan va borracho; yo también. Así como vamos, vamos bien…” Lo hizo muchas veces en la ciudad vieja, en un cafetín de plato fijo, y el mesero reía y copiaba la copla en sus notas de pedido.
Y no le queda otro destino que volver a La Costanera en la hora de la tarde de verano. El río permanece inmóvil e indiferente, y, como cada día, resuelve sentarse en un banco preguntándose por qué Buenos Aires le daba ganas de llorar.
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