SIN DARSE CUENTA.
(Cuento corto) Serie Negra.
DANIEL O. JOBBEL
El señor Otho se dejó caer con casi forzada displicencia sobre el sillón amarronado. Lo primero que habría de efectuar era echar un vistazo sobre el escritorio. Un escritorio siempre cubierto de una adecuada cantidad de papeles mecanografiados.
De inmediato a eso, bajó la vista pestañando apenas; y abriendo con su mano derecha uno de los cajones, pudo eventualmente percatarse de un desorden inusual. Se apreciaba, entonces, una total dejadez, como si en antaño hubiera sido de utilidad y ahora, ya en total desuso: Había dos casetes de su propiedad, un frasquito de’apasmo’ gotas, siete y ocho biromes que nunca andan, un tarro de ‘plasticola’ medio seco, un par de recibos de sueldo, una ficha triple, y tres caramelos ácidos pegoteados en un cenicero de hueso, con clips y alfileres.
Nunca antes el señor Otho tuvo este impecable atraso de dos meses. Se podia ver a las claras de que algo no andaba como correspondía. Otra vez había llegado tarde a la oficina. Siete sumaban ya las veces en un solo mes. Cosa rara en él. Además, sobre el tabulador de la vieja olivetti, un mensaje apático e inevitable: “Después de las siete y media (diecinueve y treinta para ser más preciso), pase por mi despacho…” Y una jeroglífica firma de nombre bien puesto, de letras frías, severas,
verticales, hechas de línea pura. Erguidas como mástil de un navío calcado en medio de un mar blanco mate. Dentro de una página ajada de confusión y turbulencia.
El caso es que el subordinado Otho, jefe de sección de aerolíneas, hizo omisión a la nota y apenas sentado en el sillón estira las piernas e inicia pausada meditación con un lápiz en su boca, sujetado a la vez por sus gruesas manos en posición de rezo. Sin embargo persigue una sofisticada y apócrifa, como así también aventurada, situación de innovar en materia de poses.
Apoya, por ejemplo, el talón del pie izquierdo arriba del empeine derecho, con lo cuál el cuerpo torna a deslizarse sobre su pullover de lana cruda jaspeada. Los glúteos quedan contra el borde del asiento, la cabeza se hunde entre los hombros, los codos se ubican en el apoyabrazos del sillón y las puntas de los dedos de ambas manos se unen, con lápiz de por medio entre la abertura redondeada que origina el acercamiento de las palmas.
Pero eso no es todo para la modalidad del señor Otho. El detalle está en los dedos cuando hace descansar el largo grafito sobre el escritorio. Manteniendo cada par separado de los otros, pues de lo contrario uno incurre sin darse cuenta en una actitud inadecuadísima para tales circunstancias. El par de pulgares queda ubicado sobre la corbata en su primera fase, el de los índices toca la punta de la nariz aguileña y los tres restantes se proyectan hacia delante, apuntando al espacio exterior como espolón de una nave.
Luego en su segunda fase el señor Otho traslada mágicamente la aerodinámica de los pulgares llevándolos hacia la altura de la boca, cosa que raspe con el tacto, el hoyuelo de la pera, para así a posterior, no hacer más que entrecerrar los párpados y concentrado volver a sus reflexiones.
Al rato suspira hondo y va en busca de un mundo de recuerdos. Parecería no importarle el presente, la oficina, los papeles. Así está horas y horas. Casi siempre va desahuciado a un viejo retorno al pasado de ensueños, a algo clave, que molesta en su mente, a las cumbres nevadas del Parnaso, donde escuchará a un ruiseñor que anuncia la primavera tardía. ¿Pero que es eso que tanto le molesta al señor? Entonces se busca a sí mismo y llega a una casa donde oirá siempre los acordes de un piano o un perdido perro que lo recibe. Se acuerda de la noticia de las narcovalijas, del escándalo, de la transa, el opio, la espera, el sicario, los arreglos. En el lugar se olía a muerte. Cosa que el señor Otho detestaba. Pensó inevitablemente en Sandra, en los chicos, en la casa: Era el momento crítico de la nostalgia…
Con cierto temor, notó que empezaba a quedarse solo en la vida y en la oficina. Claro estaría mejor en el departamento, escuchando radio, mejor radio no, las últimas noticias lo estremecían, lo aturdían, los pacos no perdonarían su falla, mejor música, un Rachmaninov caprichoso y romántico en algún piano. O la otra: sin preocupación esperar el menú que Sandra prepararía. O el arreglo de la enceradora, además de las medias suelas de los zapatos de la nena. Se incomodó de alguna manera, pero no era tan arduo vencer este alivio. Alivio, por un momento, de olvido ficticio a su despacho (ficticio porque aún se encontraba en él). De los indescifrables mensajes de su despótico patrón. De los papelitos. Y por sobre todo: De la hipocondría enfundada entre cuatro paredes y las… valijas decomisadas en Madrid. Como explicar eso, si el plan no fallaba, pero algo falló. ¿Qué cosa?...
Cuantas máscaras inventadas pasaban por su cabeza hasta quedarse dormidas en un rincón escueto del cerebro. Caras largas, inconclusas, miradas penetrantes y languidecíentes que piden explicación de algo. Mientras la mandíbula de tigre se movía nerviosa como si mordiera una presa. Una presa de madero roída, desfigurada a las formas naturales. Era horrible y sin embargo había algo de raro en aquella desafiante pose: Papel protagónico, quizás, de un fututo distinto del señor Otho. Transmitía resignación, un inevitable conformismo de lo no dado, o lo no encontrado. Una fatiga dentro de una figura endeble.
De pronto un indicio reveló la actitud de otra posición. Una simulada o matemática tercera fase. Incorporó su cuerpo de repente y caminó hacia la ventana. Quedarse allí un largo rato en silencio, mirando la lontananza, con las manos unidas en la espalda. La supuesta lontananza del señor Otho es la pared del edificio de enfrente. Es menos poética que la manejada por los bardos pero más divertida con sus graffitis, y además en lugar de horizonte tiene espejados ventanales a través de los cuales suele deparar sorpresas, visiones cinematográficas prohibidas para menores, y hasta para adultos también.
Al fin llega la hora. Todo había quedado como estaba. El cajón desordenado, los papeles sobre el escritorio. La hora cumbre se acerca. Siete y media marca el reloj. ¿Qué le dirá a su gerente? Sí no tiene una explicación quizás tenga sus consecuencias. El paso por el despacho es ineludible. El señor Otho hubiera querido que la tierra lo tragase o cosa por el estilo.
A continuación, luego de la pausa imperada dentro del hábitat de su ‘gerente’, recoge su sobretodo colgado en el perchero. Farfulla un agradecimiento, nadie sabe por que y se retira. La situación alcanzó tales extremos que entre jefe, oficial y subdirector hubo cruces de acusaciones; de llamadas al orden, avisos severos y después de analizar los puntos en común, las fallas, su gerente no conseguía comprender lo que pasó.
Uno a pocas luces imagina el dialogo: Sí señor, cuál es su falta, no sé señor, hice todo lo que me dijeron, he cumplido con mi deber, las informaciones que dispongo -dice el gerente-, a su respecto eran satisfactorias, pero ahora, con esto, su mala conducta a causa de una distracción señor Otho, es una falta de imperdonable. Tengo que tomar una decisión, sí señor, y ya la he tomado, como no señor, por eso se crearon códigos, normas, leyes, sí señor, veré sí le aplico unos días de suspensión, esta bien señor, y el portazo de Otho. Ya la noche se acercaba con su calma subtropical.
Al otro día tardó en llenarse de jabón el rostro. No había apuro. Una deliciosa espuma acarició sus mejillas y sintió como si el mar le regalara blancura sucesiva. La cuenca de sus ojos y la geografía gruesa de sus labios fueron solo islotes oscuros rodeados por ribetes de jabón, y cuando en el combate de los pequeños lamidos del rubio hisopo y la afilada hoja fue torpe, de inmediato malherido, el timbre sonó de manera insistente.
Mientras el rostro acudió por un instante al espejo y luego al toallón, su cara mal lavada y mal herida se presentó con posterioridad ante la puerta. Era una persona de la confianza del patrón portando una indecorosa bolsita de polietileno, cuyo contenido desparramó sobre el parquet con total desenfado y una intolerable risa sarcástica en los labios. El señor Otho había despertado de su sueño esa noche, pero ahora logró reconocer a simple vista, dos de sus casetes, un frasquito de ‘apasmo’, siete u ocho biromes que nunca andan, un tarro de ‘plasticola’ medio seco, una ficha triple y tres caramelos ácidos pegoteados.
-Pero… ¡esto estaba en mi cajón!- exclamó sorprendido el señor Otho. –Sí- contestó el enviado de Satanás con el pullover de lana cruda negra gaspeada puesto –pasa que el escritorio ya no te pertenece, quizás el telegrama está por llegar, sepa disculpar señor…- ®
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