Y están todas entre tus manos, pero no puedes ocuparlas, son las reglas del juego. Sigues pasando las cartas una por una, una tras otra, viéndolas, queriendo usarlas. Juegas y juegas el mismo juego una y otra vez, pensando en todas las posibilidades, todas las posibles jugadas, en cada lugar que podría ir una carta, cada carta que te hace falta, pensando que justamente aquella es la que acabas de devolver a la baraja.
Y el juego se acaba. Y lo vuelves a empezar.
Son las mismas cartas siempre. Son las mismas caras muertas y desdibujadas las que te observan desde ese trozo de papel. Son los mismos colores que se pierden al pasar los años. Son los mismos números que se ven cada vez más gastados. Siempre los mismos.
Siempre el mismo juego, y siempre parece faltar una carta. ¿Cuántas veces lo has jugado? ¿Y cuantas lo has ganado?
Pero lo sigues jugando, sigues pasando las cartas, sigues revolviendo la baraja, sigues observando esos rostros inanimados que te observan, diciéndote que quizás esta vez tengas un poco más de suerte. Que quizás esta vez no perderás todo. Que quizás vuelvas con algo, o encontrarás la carta.
Y quizás a veces comienzas bien, muy bien, tan bien que crees que esta vez ganarás, sí así será, esta vez no volveré a perder, esta vez veré cómo se ordenan las cartas cuando ha concluido el juego, esta vez no volveré a revolver la baraja. Pero poco a poco todo se va estropeando, y vuelves a perder.
Y sigues viendo esos rostros inanimados.
El juego termina, ya no hay más cartas, y te devanas la cabeza intentando encontrar alguna forma de mover aquella última pieza, mover aquellas columnas, pero no, para qué, los segundos pasan y no encuentras una solución. Así que vuelves a comenzar el juego.
Tantas veces comenzado que juegas cada vez mejor, cada vez pareces llegar un poco más lejos, pero nunca pareces capaz de ganar.
Nuevamente barajas las cartas, nuevamente las ordenas sobre la gastada mesa, nuevamente ves el dorso desteñido de veintiún cartas, y siete números o rostros de cuatro pintas, nuevamente dejas las veinticuatro sobrantes sobre la mesa y comienzas a ordenar. Y quizás alguien puede acercarse a mirar, pero pronto se aleja, pues ese juego se juega de a uno.
Y a veces piensas en cómo sería ese juego si esos cuatro bufones relegados no te estuvieran mirando todo el tiempo y estuvieran entre las cartas.
Y vuelves a ordenar las cartas en columnas otra vez, hasta que las pasas todas, y las reglas dicen que no puedes volver atrás. Las pasas todas, casi lo tuviste esta vez, pero no, tampoco pudiste ganar, sólo perdiste. Otra vez. Observas las cartas repartidas sobre la mesa, números, colores, diamantes, corazones, picas y tréboles. Sólo son tréboles de tres hojas, quizás si fueran cuatro habrías ganado hace tiempo. Pero de todas formas son tréboles que se destiñen con el paso del tiempo. Y son personas que te miran sin poder ver mientras sus fabulosos atavíos desaparecen cual pintura.
Perdiste, otra vez. Tomas las cartas. Las ordenas. Sólo son cartas.
Así que vuelves a comenzar el juego.


an iterative unknown