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Tendría para aquel entonces no más de quince o dieciséis años y cursaba segundo medio en el liceo de hombres de Linares. Era como se dice un alumno del montón y a no mediar mis habilidades futbolísticas, nadie habría notado mi presencia o en este caso mi ausencia. En realidad era bastante bueno con la pelotita a la que dedicaba toda la atención que le mezquinaba a los libros y cuadernos. Quería ser futbolista profesional y para eso entrenaba todos los días, bueno a excepción de los sábados y domingos, que jugaba en tres ligas por igual número de clubes o equipos. Para empezar era seleccionado del colegio y competíamos en la interescolar. Además jugaba en las inferiores de Deportes Linares. Por último era galleta del equipo de la empresa donde trabajaba mi papá, quien las hacía de técnico del mismo. Mi vida era entretenida y yo era digamos, un chico sano y aún con mentalidad de niño. Bueno ese era yo.

Fue un día sábado muy temprano que partí con mi papá a su empresa, una enorme agroindustria de capitales de no se donde, que se preocupaba de incentivar el deporte en sus trabajadores. Llegamos y en la portería estaban esperándonos casi la mayoría de los jugadores del equipo. Todos vestíamos el impecable buzo verde agua que nos había obsequiado la empresa, además del resto de la indumentaria. Ese día iríamos a jugar contra el equipo de un fundo en Yerbas Buenas, es decir las haríamos de visita.

A las ocho en punto salimos en uno de los buses de la empresa, con mi papá obviamente a cargo de la delegación. El no perdía tiempo y aprovechó el trayecto de cuarenta minutos para darnos las últimas instrucciones.

- Señores – nos dijo – hoy es un día muy importante. Jugamos contra Las Brisas que como ustedes saben el año pasado nos ganó tanto de local como de visita. Ahora tenemos un equipo mucho más preparado y siento que es el momento de cambiar la historia. Qué piensan ustedes??

- Claro que si Don Nacho – respondieron todos casi al unísono –.

- Bueno, me alegro que concuerden conmigo y para eso vamos a jugar al ataque pero sin descuidar nuestro campo. Qué significa esto, que vamos a entrar con tres delanteros, pero dos de ellos tienen que bajar en cuanto perdamos el balón, quedando sólo el Nachito de lauchero en la punta. En el resto vamos a jugar tal cual lo hemos venido haciendo. Entendido señores??

- Siii – gritamos todos –.

El Nachito a que se refería mi papá era yo, el goleador no sólo del equipo, sino que hasta ese momento del campeonato.

Llegamos casi sin darnos cuenta al fundo Las Brisas y muy pronto nos hicieron sentir nuestra condición de visita, al gritarnos mientras avanzábamos por el camino interior de ripio, una sartalada de insultos y desafíos. Se detuvo el bus en el costado mismo de la cancha y mi papá me palmoteó la espalda mientras descendía.

La cancha era de tierra muy colorada con unos manchones de pasto y en su contorno tenía unas gradas de madera en las que calculo debían haber unas mil personas, incluyendo la barra del equipo local, que hasta de un bombo disponía. De nuestra empresa, nadie además de nosotros.

Comenzamos el trabajo de calentamiento, siempre bajo la supervisión de mi papá. Piques cortos seguidos de elongaciones. Luego pasamos al trabajo con balón y al cabo de diez minutos regresamos al bus a equiparnos con las camisetas oficiales, que en un ceremonial nos entregaba mi papá.

- Señores, ha llegado el momento de hacerles ver a estos huasos quienes somos hoy en día en Agroberries – esa era nuestra empresa – y que de nosotros ya nadie se burla. Entren a dejar la vida en la cancha, sólo sirve ganar. Vamos muchachos…

La arenga de mi papá me recordó años después, por muchos motivos, la de Corazón Valiente y nuestro grito al de los guerreros con faldas que lo seguían fielmente.

Entramos en la cancha y vi por primera vez a quienes eran nuestros rivales. Yo sin ser muy alto, tampoco era bajo para mi edad y ya en aquel tiempo debía medir fácil un metro setenta y cinco. Pero los huasos eran enormes, unos monstruos con cara y actitud de muy fieros.

Comenzó el partido y pude ver que enfrentábamos a un buen equipo. Los huasos la tocaban bien y había dos o tres jugadores bastante buenos.

Mis compañeros de delantera seguían en un comienzo al pié de la letra las instrucciones de mi papá y en cuanto perdíamos la tenencia de la pelota, corrían a adoptar posiciones de quite en el mediocampo. Yo en cambio no bajaba del campo adversario, arrastrando conmigo a dos rivales que se empecinaban en mi marca.

Toqué muy poco el balón en ese primer tiempo, el que terminó sin goles entre las rechiflas del público, que ya debía superar las dos mil personas.

Entramos en el bus y bebimos las botellas con agua que uno a uno íbamos recibiendo de mi papá. El no acostumbraba a hablarnos en los entretiempos y esa vez no fue la excepción. Volvimos a la cancha y casi de inmediato comenzó el segundo tiempo.

Las acciones seguían favorables para los rivales, quienes estaban convirtiendo a nuestro arquero en la figura del partido.

A los treinta y cinco minutos el árbitro cobró un penal muy discutible para Las Brisas, lo que los puso en ventaja.

Yo casi no recibía pases y estaba absolutamente solo en el ataque pues mis dos compañeros se quedaron definitivamente en el mediocampo pues los huasos seguían dominando.

Fue una jugada de contra golpe, luego de un casi gol de ellos. Me llegó el balón casi en la mitad de la cancha. Lo dominé, me perfilé por el lado derecho y me puse a correr como endemoniado. Al llegar al vértice del área me salió el primer ropero a barrerme, lo eludí sin esfuerzo y lo mismo hice con el segundo pero esta vez trastabillé y llegué muy tibio a disputarle el balón al arquero bastando que sólo me lo trancara para que cayera estrepitosamente. El árbitro no vaciló en cobrar un penal tan dudoso como el otro, armándose con ello un tole tole del porte de un buque, que importó la expulsión de uno de nuestros rivales.

Yo era el pateador oficial de penales y con mucha sangre fría se la coloqué donde dicen se tejen las telarañas. Estábamos uno a uno y faltaban sólo cinco minutos para el final.

Ellos siguieron atacando, pareciendo que éramos nosotros los que teníamos un jugador menos. Mi papá en tanto, que no estaba feliz con el resultado y tal vez queriendo demostrarlo, mandó a la cancha al Jara nuestro cuarto delantero y sacando un defensa que a esa altura ya estaba muerto. El Jara no era malo pero no era del agrado de mi papá y por eso estaba habituado a hacer banca. Entró con muchas ganas lo que permitió adelantar nuestras líneas y desahogar a la defensa.

Faltando tan sólo un minuto se produjo a nuestro favor un tiro de esquina por el lado izquierdo. El Rodríguez lo pateó muy cerrado, obligando al arquero a pegarle casi por inercia con los puños. El balón le cayó mansito al Jara quien sin pensarlo dos veces le pegó un puntete que se clavó a ras de piso por el lado derecho. Golazo y estábamos dos uno arriba.

El partido terminó casi de inmediato y sin abrasarnos corrimos al bus que nos esperaba con el motor en marcha, pues las piedras ya zumbaban en nuestros oídos. Mi papá nos ordenó agacharnos pues ya los cristales de las ventanas estaban resistiendo los golpeteos. El chofer muy valiente salió como un cuete mientras las piedras seguían impactando al bus. La situación era grave pero lamentablemente muy habitual en estos partidos. Llegamos al camino que une Linares con Yerbas Buenas, creo que en la cuarta parte del tiempo que habíamos tardado en la ida y sólo ahí mi papá nos preguntó si estábamos todos bien. Un breve recuento visual y efectivamente no había ningún herido de batalla que lamentar. Ahí el miedo dejó paso a la alegría por lo que habíamos logrado y las risas y las tallas inundaron nuestro camarín con ruedas.

Yo estaba muy habituado a los palmoteos y alabanzas, por eso de que era el goleador del equipo, pero el rival que habíamos vencido y en las condiciones que lo hicimos, me tenía eufórico al igual que a todos mis compañeros.

- Cabros tres urras por el Nachito – no recuerdo si gritó el López o el Muñoz –.

Al primer Hip Hip miré casi de reojo a mi papá quien me devolvió una sonrisa orgullosa. Al segundo Hip Hip se produjo el estruendo más terrible que había escuchado en mi vida y volamos todos dentro del bus que cual cuncuna derrapaba por el camino. Fueron los segundos más largos de la historia y me dieron el tiempo suficiente para ver los rostros aterrorizados de todos mis compañeros. Un segundo impacto puso al bus ruedas para arriba y de ahí la sensación de caída en el estómago me indicó que volábamos quizás hacia dónde. El tercer impacto me lanzó por una ventana hacia el exterior, aterrizando o más bien acuatizando pues habíamos caído a un río.

El agua en mi cara me despertó del impacto de lo que estábamos viviendo y un fuerte dolor en una de mis piernas me terminó de convencer que aún estaba vivo. No se cómo, pero llegué a la orilla y estuve quizás cuánto, boca abajo reponiéndome. No sentía absolutamente nada más que el sonido común del agua de cualquier río. Ni gritos, ni llantos, ni nada. Me incorporé como pude y miré hacia el centro del río, sin lograr ver nada o más bien a nadie. Pensé, por Dios dónde estaban los demás y fue El quien me hizo comprender que al salir despedido del bus, la corriente me había llevado río abajo. Mi pierna me dolía mucho pero me puse en marcha caminando fácil cien metros en contra del sentido del caudal. Llegué para ver lo indescriptible. Del bus se asomaba su techo y sobre él varias siluetas equilibrándose cual surfistas. El egoísmo de la adversidad me llevaba a pensar tan sólo en mi padre y disponiéndome a volver al agua en su socorro, fui tomado fuertemente del brazo por atrás.

- No hagas ni el intento cabro – me dijo el Jara – es muerte segura volver allá, mejor subamos por ayuda.

El subamos a que se refería, obedecía al hecho que el bus había caído desde un puente. Caminamos afirmándonos mutuamente hasta que llegamos al camino. Ya eran como las dos de la tarde y afortunadamente la luz era lo que más abundaba. No tardó en pasar un camión al que hicimos detener con señas desesperadas. Para nuestra fortuna trasladaba una cuadrilla de trabajadores que sin más bajaron corriendo al lecho del río a prestar toda la ayuda que podían. Yo me acerqué al enorme forado que había dejado el bus en la baranda del puente y presencié desde ahí el espectáculo más dantesco que sin duda alguna vez veré y que no quiero ni debo relatar.

El llanto se apoderó recién ahí de mí y no supe ya más nada de nada. Desperté algunas horas después, en una camilla y en el pasillo de la Urgencia del hospital de Linares. Los gritos eran horribles y trajeron nuevamente a mi mente la necesidad de saber de mi padre. Me incorporé como pude y salí en su búsqueda. El dolor en mi pierna derecha era tan fuerte que las lágrimas no tardaron en llenar mis ojos. Comencé mi peregrinar abriendo cortinas en cada uno de los boxes de atención y en cada uno presenciaba escenas espantosas. Pero no encontraba a mi papá.

- Tienes que salir de aquí – me señaló una enfermera muy gorda – a quién buscas?

- A mi papá… Ignacio Pérez – le dije –.

- Mmmm… Ignacio Pérez – repitió mientras revisaba una lista que tenía en sus manos – no lo encuentro, no te muevas de aquí – me dijo –.

La seguí con la mirada y la vi conversar con un Carabinero, quien a su vez revisó otra lista. La enfermera movió la cabeza y regresó donde me había dejado.

- Lo siento… tu papá está entre las personas que murieron en el accidente, lo siento mucho hijo – me dijo mirándome a los ojos –.

No lloré y muy serio le dije, o más bien le ordené que quería verlo. Me condujo por cien metros de pasillos, hasta que llegamos a una puerta cerrada con llave, que abrió con un manojo que traía en el bolsillo. Encendió una luz y comenzó a pasearse por entre muchas camillas que soportaban bultos tapados con sábanas. Lo que ella hacía era revisar unos letreritos escritos con plumón y que estaban amarrados en alguna parte del cuerpo. En el quinto intento, se detuvo y mirándome hizo un gesto con su mano para que me acercara. Caminé como pude hasta ella y sin descubrirlo aún me preguntó si estaba seguro de querer verlo. No respondí y fui yo quien lo destapó.

- Papá… viejito lindo para qué te moriste – alcancé a decir antes que mis piernas se convirtieran en lanas y mi conciencia se apagara nuevamente –.

Desperté quizás cuántas horas después, esta vez en una cama de hospital y rodeado por mi familia a excepción de mi mamá. Mis hermanos me abrazaron y todos lloramos como en una sala cuna. Seguimos largos minutos así y nadie habló. Nadie dijo ni preguntó nada.

Salí al día siguiente del hospital, con una bota de yeso pues me había fracturado una pierna. Llegué a mi casa y vi muchos autos y recibí muchos pésames de gente que casi no conocía. Entré y vi la urna de mi papá, la que tenía su ventanita abierta. Me acerqué, lo miré y mis mocos comenzaron a caer en el vidrio. Fue la última vez que lo vi.

En su funeral había más de quinientas personas y abundaron los discursos con palabras elogiosas. Amante esposo, excelente padre, honesto trabajador, destacado deportista… en fin, los más bellos adjetivos recibía de todos. Yo no quise hablar, además qué podría decir, acaso con ello reviviría.

Ya han pasado más de diez años de ese triste sábado, en que una delegación deportiva tuvo el más grave accidente que se recuerde en estas latitudes. Siete muertos y diez heridos de por vida, ya sea en el cuerpo – hubo cinco amputados – como en el alma.

No fui futbolista, pero sigo jugando habitualmente y cada vez que entro a una cancha, me recuerdo de ese último partido de mi papá, de Don Nacho.

Texto agregado el 22-02-2008, y leído por 73 visitantes. (0 votos)


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