El primer amor nunca se olvida, éste se encuentra en un lugar especial, se alberga en los recuerdos de una manera única e inamovible. Aunque después se encuentren nuevos amantes, aunque las experiencias sean mejores y se descubra que aquel no tenia mayores atributos que los que han tenido los amantes posteriores.
El primero está marcado por la inocencia del descubrir aquello que se sabe por otros, pero que no había llegado a constituirse como un conocimiento real, a través de la experiencia corporal.
Son años que transforman, cuando el cuerpo se vuelve un instrumento, en primera instancia tímido e inexperto, un tanto temeroso, pero que poco a poco descubre su forma, su función y se deja llevar por el ritmo de la pasión y el amor, el descubrir de un cielo oculto, una forma de vida que ha estado constante dentro de sí, pero no ha llegado a aflorar plenamente.
El placer, la pasión, el cuerpo entero se adapta rápidamente a la nueva situación y más que eso, la necesita, la pide. Cada caricia se convierte entonces en la excusa perfecta para olvidar el entorno y encontrarse a si mismo a través de otro. El deseo se hace piel y ésta se sensibiliza para ser el instrumento del lenguaje del amor, del éxtasis; el roce con otra piel le hace reaccionar, soñar, expresarse en un grado sublime como nunca lo había hecho anteriormente.
Y esto se da en una etapa especial, de cambios, de adquisición de conocimientos, de experimentación total: la adolescencia. En ésta se es sensible, susceptible al medio, curioso y temeroso. El entorno se transforma y se ve influenciado, en primer lugar por la familia y dentro de ella la figura más significativa: la de la madre. Aquella que en los primeros años fue ejemplo, con el tiempo se convierte en la representación de respeto, moralidad y virtud. Pensar en ella es sinónimo de castidad y pureza que se caracterizan por la delimitación del cuerpo a sus funciones más simples, aquéllas que no le permiten expresarse de manera natural y plena.
Entonces los sentimientos se confunden. Aquello que se supone no era correcto, resulta ser agradable, único, deseable, pero nunca sucio, nunca pecado.
Y aún hay más para agregar a esta mezcla de sentimientos y pensamientos: él, no le agrada a la familia. Parecería ser una situación sin remedio, que una y otra vez las mujeres de distintas épocas tuviéramos que volver a vivir, como si se tratara de una tradición natural en la humanidad.
El amor es juzgado y se limita a ciertos requisitos básicos, que debe cumplir la pareja. Ni la familia, ni la sociedad aceptarían con facilidad que no se cumplieran. Aquella persona debe tener una suma de dinero básica, ha de ser inteligente, de buena familia, estudiado, blanco... Los sentimientos personales y los familiares nunca estarán de acuerdo, él no es suficiente, no es lo que se merece la niña de la casa.
Entonces, el amor se distorsiona por una discriminación que no le permite desarrollarse, por lo menos no plenamente, al no cumplir alguno de estos requisitos, los amantes saben el futuro que les espera, la condena de no ser más que una aventura para el otro, así ninguno de los dos desee tal infortunio.
Se ven obligados a una sumisión que ahoga sus sentimientos, pero no de manera total, ya que cuando la sociedad les acorrala, los amantes necesitan y crean un lenguaje nuevo, cuyos únicos conocedores son ellos.
Sin embargo, olvidan el pudor estando solos, conviviendo y siendo uno con el otro, aunque sea por instantes en los que se fugan de su entorno, para ser felices y luego volver a la apariencia. La vida seguirá y con el tiempo se supone se ha de olvidar, sin embargo la piel, el alma y el cuerpo por entero guardan los recuerdos y se niegan a entregar al olvido los momentos en que se sintieron reales y verdaderos, sin ninguna hipocresía, sin más reparos que el de contener el aliento. Al final, la única sensación que queda es la de haber vivido y haber sido feliz, aunque sea por un momento.
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