Nada que no se haya dicho puedo aportar sobre el 11 de marzo. La tragedia urbanita, nacional, mundial, pero sobre todo individual, dejó de ser latente para rebelarse cruda ante aquellos que estamos acostumbrados a vivir en un mar relativamente tranquilo y cotidiano.
Todos recordamos exactamente que estábamos haciendo cuando recibimos la noticia. Algunos, extrañamente, íbamos en el autobús de camino al metro, preguntándonos de un modo paranoico e inquieto si más terror estaría aguardando en el suburbano.
Nunca antes el almuerzo del trabajo se había desarrollado en el más absoluto silencio, al margen de debates futbolísticos, políticos, o de nimiedades que arreglan el mundo desde una banqueta.
Lo ocurrido, al margen de la desgracia por encima de todo, sin embargo requiere de un análisis exhaustivo, que trascienda más allá de lo puramente emocional.
Echando mano de textos anteriores, desde esta columna se han tratado temas como el conflicto árabe – Conciencia y Conflicto – la influencia del llamado “Mundo Libre” para la perpetuación del Tercer Mundo – Dadaísmo Político – el peligro y la utilidad de la fe extrema – El Origen de la Inmortalidad – la justificación de las víctimas desde el capitalismo – Descontextualización y Solidaridad – o la indiferencia del ciudadano occidental ante todos estos hechos – Sobre la Indiferencia- . No es casual que todos y cada uno de esos artículos esté de algún modo relacionado con lo sucedido en aquel jueves fatídico. No es casual, porque antes de ese 11 de Marzo, habíamos visto venir la tragedia, aunque siempre desde la cómoda butaca del teatro circense de las víctimas telesvisivas.
Los movimientos de terrorismo islámico no nacieron en la guerra de Irak, no nacieron un 11 de septiembre, no nacieron en una decisión arbitraria y explicable de un modo reduccionista como “actos de locura”. El terrorismo islámico tiene un origen en dos pilares fundamentales:
El primero de ellos es una fe extrema en un Dios, la consecuente pérdida del miedo a la muerte, y la creencia en una causa por encima de la vida. Causa, que para estar por encima de la vida – propia y ajena - , solo puede estar fundamentada en algo que trascienda lo físico como es la religión, y el sustento de la promesa en una vida ulterior.
El segundo pilar requerido es un caldo de cultivo adecuado. Pobreza, miseria, guerra, injusticia, carencia de educación... Carecer de realidad, perspectivas u opciones reales a las que agarrarse.
Cabe obviar que sin el segundo de los pilares, el primero no tiene penetración.
Desde occidente hemos desoído todo tipo de leyes morales, sujetos a la urgencia económica, y hemos hecho del mundo global un sistema feudal tecnocrático y a gran escala. Desde algunos mal llamados demócratas, apoltronados en sus sillas con decisiones propias del Despotismo Ilustrado (esto es, desoyendo los deseos del pueblo que le ha otorgado el poder) hemos iniciado guerras rentables, ocupaciones financiadas, dictaduras consentidas, y derrocamientos a golpe de dollar.
Históricamente la clase oprimida se rebela. En el caso del terrorismo islámico, la causa es religiosa, porque resulta más convincente en su cultura. En Rusia fue el marxismo, porque representa una promesa del cielo en la tierra. Esta comparativa que realizó Steiner en su momento, sirva en este caso pues los oprimidos se rebelan. Que lo hagan de un modo organizado está en función de una causa que los persuada. La religión, como el marxismo, representa algo positivo en su intención. El fin que persiguen, es el interés común. En la deformación de los medios para alcanzar los fines a alcanzar, nació nuevamente la tragedia.
La lamentable propuesta de Al-Qaeda no es otra que llevar la guerra a aquellos países que la han llevado sistemáticamente al mundo árabe. Madrid, el día 11, recordó lo más parecido a un bombardeo, en las víctimas y en los habitantes de una ciudad donde reinó la histeria.
La particular explicación que occidente ofrece a sus ciudadanos, es dilapidarlos con la etiqueta de locos, pasando por alto su responsabilidad en los motivos que han degenerado en dicha locura y por ende, en el mutuo genocidio.
Nada más lejos de justificar la masacre de inocentes, muchos de los cuales podrían perfectamente haberse manifestado en contra de la barbarie que sus miserables ejecutores han sufrido. No solo no justifica, sino que deslegitima su causa, pues ante el odio solo han respondido con odio. Y el odio, a pesar de la redundancia, solo produce más odio.
Quien ante la ira solo ha respondido con ira, difícilmente se podrá situar en una alteza moral mayor que la de su adversario. No hace falta haber charlado con Gandhi para saber que en la frágil tesis del “ojo por ojo”, el mundo acabará ciego. Alexander Solshenitzyn postuló que la salvación de la humanidad pasaba por conseguir hacer que todo concerniera a todos. Sin embargo de todas las citas oídas y vistas, me quedo con una pancarta exhibida en el Palacio Vistalegre tan solo dos días después de la barbarie: “Que la rabia nos sirva para construir un mundo mejor”.
Por ello espero que aquí jamás olvidemos estas doscientas vidas sesgadas, que a miles de kilómetros no olviden tampoco sus víctimas, y que entendamos que otra vida rota no devolverá ninguna.
El asesinato – llámese guerra o terrorismo – no sirve para defender una idea. Tan solo sirve para quitar una vida. Cualquier otra justificación solo es un trampantojo para tranquilizar la conciencia. Si me queda un ápice de ingenuidad, pondré mis esfuerzos en pensar que las vidas rotas – en Palestina, en Nueva York, en Afganistán, en Bagdad, en Madrid - sirvan al menos para enseñar a unos y a otros que la muerte solo trae consigo más muerte. Sería el mejor homenaje a cada una de las víctimas.
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