El saxofonista empesó a mandarse un solo de los dioses. Estaba despachándose una improvisación magistral y la gente lo reconoció. El público enloqueció con la melodía. De un momento a otro el baterista comenzó a golpear los platillos suavemente con una de sus baquetas, poniéndole ritmo al tema; la gente pasó del movimiento de cuello y de pies, al movimiento de todas las extremidades del cuerpo. La gente entró en un éxtasis extraordinario. Cuando ingresó a acción el bajo, ya los asistentes no podían más. Comenzaron a abrazarse y a bailar como nunca lo habían hecho. Una sensación de alegría interior colmó sus corazones. Un segundo saxofonista irrumpió en escena, subiéndose al escenario del sórdido bar. Era un hombre de raza negra. Vestía de manera diferente al resto de la banda de jazz, desentonando levemente sus zapatillas blancas y rojas con la camisa morada.
Cuando comenzó a tocar, logró unos contrapuntos tan espléndidos, que algunos de los asistentes comenzaron a llorar de alegría.