Hubo un tiempo muy cercano que de lo cercano que fue parecía que dejó de existir antes de empezar a ser. Los viejos hablaban de ese tiempo con profunda añoranza como si de sus labios se escapase una especie de rocío que a los niños empapaba el corazón.
Ese tiempo no fue tiempo para muchos sino destiempo y, quizás, para los menos fue un saber desconocido cargado de un misterio que les hacía vibrar. Eso sólo el espacio puede decirlo.
Resultó que en ese tiempo tan intemporal y desconocido vivió un pequeño microbio que moraba en un zapato, ni más grande ni más pequeño que el resto de zapatos que por las calles se puede encontrar. El microbio, al igual que su hogar, era tan común que ningún científico se molestó en escrutarlo con su polvoriento microscopio.
Su vida, al igual que todo lo que a ésta rodeaba, poseía una sencillez anormal: desplazarse en su enorme casa móvil (que si aceras ardientes, que si parques embarrados, que si un suelo brillante, que si otro sucio); en definitiva, él era un viajero natural, a pesar de que él no decidiese su destino, pero viajero al fin y al cabo.
En verdad, no tenía de qué quejarse. ¿Qué puede pedir un microbio cualquiera? ¿Justicia, libertad? ¿Acaso, provocar una gran plaga que atormente a toda la humanidad? Lejos de toda utopía, nuestro personaje era un ser con los pies en la tierra y conocía bien su situación social dentro del conjunto de los microorganismos vivos; es posible que en otro tiempo su especie tuviera una relevancia mayor a la actual pero ahora, con todos los avances de la ciencia, habían aparecido nuevas clases de microbios capaces de provocar grandes plagas y capacitadas, también, de resolverlas; y es que no hay mayor certeza que la ley de la evolución. Todo va girando y superponiéndose sobre un pasado glorioso, con el único objetivo de desligitimizarlo.
Nuestro amigo, como buen microbio que era, sabía bien de todas estas determinaciones que se adhieren a la vida y aunque en alguna ocasión se le oyó quejarse, ciertamente estaba convencido de ellas.
De esta forma tan vulgar pasó años, pero sucedió que un día de invierno (y es que la simple descripción de un personaje carece de sentido sino se le sitúa dentro de un marco ambiental que le dé al protagonista un cariz de héroe o antihéroe; posiblemente, puede que esta definición se signifique en la importancia de las externalidades y no de las internalidades) que dentro de su zapato, encontró, a lo lejos, justamente donde se coloca el talón humano, un rugoso pelo púbico, y sobre él, una extraña bacteria que por sus estrafalarios movimientos bien podría decirse que intentaba rajarlo con la posible intención de obtener algún tipo de alimento.
- ¿Qué haces ahí subida? ¿Crees que haciendo todas esas estupideces vas a encontrar algo interesante?- le dijo con una irónica sonrisa-.
- Soy nueva por aquí. No conozco muy bien dónde puedo encontrar algo de comida.
- No hace falta que lo jures- continuó con su vulgar sarcasmo- pero dudo mucho que ahí subida vayas a encontrar alimento alguno. Anda venga, te ensañaré qué es lo que tienes que hacer para llevarte algo a la boca.
Probablemente, el microbio tratase de aprovecharse de alguna forma poco ética de la bacteria (también micro) o puede que a lo mejor, la práctica del altruismo le hiciera sentirse mejor consigo mismo. Para el caso, era igual, su idea era la de obtener algún tipo de beneficio.
Por asuntos que el microbio aún, a tiempo de hoy, no ha logrado averiguar, los dos, acabaron viajando juntos por lugares ya conocidos por uno y totalmente desconocidos por otro. El microbio, en ciertos momentos de lucidez intelectual, inventaba grandes tramas caballerescas en aquellos paisajes, que bien por su forma o bien por su contenido, daban lugar a cierto desparrame verbal.
No contentos con esto, también daban largos paseos a lo largo y ancho de todo el zapato: unos días el talón (génesis y apoyo para muchos), el puente, los dedos… y en cierta ocasión, hasta los cordones, donde se tumbaron a contemplar las estrellas y la luna, y por qué no decirlo, también porque, a veces, pasar tanto tiempo dentro de un zapato apesta.
Aquel día, sobre los cordones, y con la brisa fresca, la bacteria se acercó lentamente al microbio y lo besó. Sus dulces labios negruscos se estrujaron en los suyos y sus lenguas comenzaron a desempolvarse la una sobre la otra. No importaba, quizás por desconocimiento de ambos, la causa de aquel beso; sólo importaba, que dentro de la vida de penumbra que hay en los zapatos, un beso era capaz de lograr destruir toda la estabilidad (inestabilidad en el futuro) que compete a la existencia de los microorganismos.
- Para ti serán mis huesos, mis secretos; para tu corazón, mi recuerdo- dijo el microbio con toda la excitación sentimental que podría sentir un humano adolescente-.
(La bacteria comenzó a deslizarse por encima de él)
- Tan sólo eres un “micro”- le sonrió tiernamente la bacteria mientras volvía a besarle-.
- Tampoco eres mucho más que yo.
(Sus sexos se avivaban cada vez más a medida que ella fluía sobre él)
- Y también eres estúpido- y le besó el pecho-.
- Y micro
(La cópula se acercaba a su fin)
- Sólo una cosa-susurró ella-.
- ¿Qué cosa?
(La embriaguez orgásmica cortó por un instante todo atisbo de respuesta)
- Sólo que no eres tan micro…
- ¿Entonces?- le cortó-
- Somos un poco macro. No somos tan diminutos ni estamos tan solos. Nunca fuimos, ni seremos, importantes estando uno en el talón y otro en el puente; nunca. Ahora, somos un poco de aire y un poco de tierra, somos macro, macroorganismos capaces de conquistar zapatos, calcetines y cualquier lugar que se nos ocurra. No tenemos cabida dentro de ningún estudio científico pues ni tú ni yo poseemos algún tipo de designación. Somos, sencillamente, la inmediatez espacial ante la carencia macroorgánica de la perennidad temporal.
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