Modificar la verdad no responde siempre a las consecuencias de una mentira. Uno puede hablar con total certidumbre y, cambiando un par de adjetivos de soslayo, dar a entender algo totalmente equívoco. Resulta cuanto menos horrible, y aunque sea un discurso más que denostado, que amparemos la muerte bajo la capa de la justicia con palabras como “daño colateral” o “bajas”. Pero no es menos ilegítimo, que el policía que acciona la palanca de la silla eléctrica sea un “funcionario”, y el asesino a sueldo sea un “mercenario”. A uno le ampara la legalidad de sus actos, pero moralmente, ambos son verdugos. Cobran por quitar la vida.
Veamos dos noticias: 1. “Los fanáticos palestinos asesinan a doce judíos”. 2. “Las represalias de Israel se saldan con daños colaterales en los que caen doce palestinos”. Ambas noticias reflejan que un grupo que defiende una causa, ha acabado con doce vidas, pero su redacción contribuye a que uno lo justifiquemos y el otro, lo consideremos una aberración. De algún modo, esas “represalias” nos hacen pensar que se lo merecían. Llamarles “fanáticos”, por otro lado, es menos digerible que llamarles “rebeldes”. Es más fácil asumir los ataques del 11 de septiembre, si pensamos que se trata de actos de locura, que si tenemos que entender que están desesperados y oprimidos. Es más fácil porque entre otras cosas, exime a Occidente de responsabilidad percibida. Nos exculpa del daño que proferimos a Oriente con nuestro vaivén armamentístico, y con nuestra explotación (bien llamada para oídos sensibles, “globalización económica”). Me pregunto por qué no pensamos al mismo tiempo, que el bombardero que deja caer sus misiles es aún más deplorable, pues no sólo mata, sino que lo hace con un sueldo de por medio, y sin quitarse la vida al hacerlo. Con ello por supuesto, no justifico ningún atentado contra la vida (legitimado por los poderes o no). Dijo Alberto Martínez Virosta que “si matas por defender una idea, no harás que triunfe, sino que sólo lograrás quitar vidas”.
Sin embargo, el hecho es que estamos creando una jerarquía de muerte, donde unos son víctimas inocentes y otros, ajusticiamientos necesarios. Olvidamos la muerte como hecho y nos centramos en las causas para justificarla. Quizás nos hemos acostumbrado al cine, y necesitamos saber quiénes son “los buenos” y quiénes “los malos”. Pero nos olvidamos de ahondar, erguidos en nuestro “yugo etnocéntrico”, en los motivos del conflicto.
En los años 70, un estudio de procesos psicosociales en plena guerra fría desvelaba que los ciudadanos soviéticos y estadounidenses tenían recíprocamente las mismas ideas los unos sobre los otros. Ambos consideraban a su enemigo: imperialista, agresivo, beligerante, explotador y tirano con su pueblo. Esto se denomina “imagen especular”. Creamos una imagen demonizada del que se supone nuestro enemigo, sin pararnos a pensar que quizás ellos tengan exactamente la misma imagen de nosotros. Pensamos que los grupos palestinos, Sadam o Ben Laden son fanáticos y asesinos, sin cuestionar que el pueblo islámico pueda pensar de manera idéntica sobre los líderes políticos de Occidente. O aún más triste. Si llegamos a la conclusión de que puedan tener dichos pensamientos, afirmamos sin titubeos que ellos son los que están equivocados, porque alguien ha considerado que son culturas atrasadas (sí, esas que inventaron la matemática). Esto es el poder mediático establecido, e ingenuamente, aún hay quien lo sitúa en cuarto lugar. La muerte es muerte, se llame terrorismo, guerra o represalia. Las palabras sólo son trampantojos que tranquilizan la conciencia.