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La Escritura se inventó, según algunas hipótesis, con el propósito de que las generaciones venideras alcanzaran mayores cotas de desarrollo con la mitad de esfuerzo que sus predecesores. Esto se denomina conocimiento acumulado. Hablar de conocimiento hoy día, es estar en la cresta de la ola. Se dice que vivimos en la Sociedad del Conocimiento, y deben existir alrededor de dos mil quinientos manuales que explican con detalle cómo debe gestionarse. Por supuesto, supeditándolo a una rentabilidad económica. Si hablamos de una empresa privada, cuyo último fin es el lucro, esto no solo es comprensible. Es recomendable. Si hablamos de la universidad, da que pensar.
Sin entrar a valorar ciertas leyes orgánicas que nadie se ha encargado de aclararnos a aquellos que no poseemos lenguaje jurídico, cada vez uno está más cerca de poder afirmar que la universidad se ha convertido en un negocio, en el que los clientes son los alumnos. Hemos importado el modelo norteamericano, ese trampantojo acultural que oculta lo que sucede. Uno paga, para obtener un título que le permita completar un currículum con el que coger el tren de la sociedad liberal. La Universidad como espacio creativo desaparece, dando paso a una fábrica de profesionales.
Siempre he sostenido que las facultades y escuelas deben ser espacios en los que el individuo se empape, y decida cual es su camino. Pero por encima de todo, que le enseñe a pensar. La profesión se aprende con trabajo. La universidad debe darnos una base, y por delante de eso, debe ofrecernos otras posibilidades de acción y reflexión.
Sin embargo, uno no tiene más que pasearse por cualquier aula magna que aquello se ha convertido en algo mucho más superfluo. El estudiante, cual oficinista, ficha al entrar, y demuestra resultados en una prueba denominada examen, sin plantearse que lo que le están enseñando pueda no ser cierto, o cuando menos, mejorable. Sin integrarse en un mundo que debería ser estimulante intelectualmente hablando. Del mismo modo que si aquello fuera una obligación o un trabajo, y no una oportunidad única para desarrollar sus inquietudes.
No deja de atormentarme la idea de que hubiera pasado si a Zenón de Elea, discípulo de Parménides, su maestro le hubiera vetado cualquier intento de romper con su teoría monista. Si Einstein, influido por sus maestros, no hubiera desechado el paradigma newtoniano, y por ello, no hubiera perdido horas y horas tratando de establecer una nueva vía en el estudio de la física.
Bien es cierto que gran parte de la responsabilidad que concierne al desarrollo individual corresponde a los alumnos. Pero no es menos cierto que las instituciones han aprovechado ese (llamemoslo) pasotismo, para profesionalizar un mundo intelectual. Precisamente es la responsabilidad de las instituciones el fomentar el desarrollo, la inquietud científica, ideológica y epistemológica. El afán de la educación pública debe ser estimular el desarrollo, no crear profesionales. Esto último será una consecuencia. En ningún caso el objeto.


Texto agregado el 10-04-2004, y leído por 224 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
11-04-2004 Artículo publicado en Enero de 2003 en la columna Psicología, Cultura y Sociedad dario_b_malik
 
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