En una ocasión, cuando niño, sonrosado por el sol de Italia sobre los acantilados, llegué a comer de esos pastelitos rellenos con queso crema. Siempre tuve curiosidad, -y esto se debe a que estudié termodinámica- de saber por que no se derretía el queso crema cuando lo colocaban en la sartén caliente. Bueno, un día, en mi ignorancia, llegué a donde la señora que los preparaba. No existía mujer que se le comparase, ni comerciante que la superara en calidad. Tenía unas piernas grandes y formadas, de blancos muslos jazmín. Yo la observaba con detenimiento, distrayéndome con sus senos, ya que como toda italiana de buena casa, acostumbraba a cocinar sin sostén en la cocina a leña.
Veía que sacaba un enorme trozo de queso crema, y se lo untaba a la pasta para los pasteles, no sin agregarle antes se cerrarlo, una rama de cilantro y otra de perejil. El olor de la cocina se confundía con su olor de mujer madura, labradora, de manos fuertes y pecho apretado. Sus caderas eran simétricas hacia su cintura, no parecía tener 47 años. A esa edad, era la envidia de las muchachas de 25 y 30 años, quienes deseaban tener ese cuerpo de escultura tan devorador de hombres, conjugado con un excesivo talento que la llevaba a hacer maravillas con sus manos tan gruesas. Ella, no se percataba de que yo me encontraba allí. Apenas era un chiquillo travieso que no entendía por que el queso crema del pastelillo no se derretía cuando lo metía al sartén caliente.
Pero como todo jovenzuelo en la pubertad, no podía controlar mi excitación de verla trabajar. Me había aprendido todo el procedimiento en menos de 6 minutos. Sus sudorosos brazos moldeaban en el aire la pasta, mientras que tendiéndola en un mesón las enharinaba, les tendía a lo largo y luego les aplastaba con un rodillo. Esa era mi parte favorita, puesto que me ardía el entrepierna al ver la flexión de sus senos en conjunto con sus brazos haciendo fuerza hacia el mesón. Estos se acentuaban entre si, socavaban mi mirada, y se proyectaba hacia adelante en una forma tan erguida que disparaba la imaginación. Luego de ello, relajaba sus brazos y se notaba el sutil ir y venir de sus caderas, cuando se movía hacia la mesa de atrás donde tenia colocado el trozo de queso. En el instante, desenvainaba un enorme cuchillo de mesa y de inmediato le hacia un corte. Este se rendía ante la sutileza del filo, y a la sincronía de sus manos en ese movimiento.
Al regresar a la posición del mesón, donde estaba la masa de los pastelillos, notaba como entre el camisón se le demarcaba el vello púbico de su entre piernas. Un inmenso monte de Venus tan rubio como el oro mismo, provisto de unos carnosos labios liberados de tela. Sus labios se mordían cuando comenzaba a estirar el queso en la pasta. Yo deseaba mordérselos, ya que eran tan deliciosos como los sus delicias culinarias, pero le tenia miedo a esa mirada fría, de labradora dura, con unos ojos tan azules que quemaban a la simple vista. Luego, colocando la última ramita de perejil, encontré el secreto. Al cerrarlo y presionarlo contra sus puntas, inmediatamente lo colocaba en un congelador que tenia en la parte posterior izquierda de su cocina. Era impresionante su sabiduría a pesar de su ignorancia.
Ella, almacenaba de un día hacia otro los pastelillos, a menos de 100 grados centígrados, congelándose estos a tal temperatura que la roca no se le comparaba a la dureza del hielo. Al día siguiente, disponía de sus reservas de pastelillos y sin dejarlos reposar los sumergía en la paila de aceite caliente. El efecto era evidente, la transferencia de calor entre la masa y el aceite que generaban la cocción de la primera, iqualizaban la temperatura del queso, para que entre el balance del calor y el frío, no pudiese llegar a su punto de ebullición, ya que grados antes de entrar en dicho punto, la masa ya estaba lista, y ella retiraba los pastelillos.
Fue así como entonces supe, como es que no se derrite el queso, dentro de la masa de los pastelillos fritos. Y fue así también cuando supe, como era una verdadera mujer en la cama, puesto, luego de ese día, me atreví a ir con más frecuencia a estudiar el dicho fenómeno termodinámico para demostrárselo a mi profesor de mecánica, y entre mis investigaciones estudiantiles, pasé el limite de la termodinámica a la alta cocina, y de la alta cocina a la anatomía sexual femenina. Y así, sucesivamente, siguieron mis días en brazos de esa labradora que no solo era experta en hacer pasteles fritos de queso crema, sino también era maestra en hacer de niños hombres, como fiera mujer que era bajo el cardón de mis sabanas.
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::Ed:: |