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LA DIAGONAL DEL LOCO.
(Cuento corto)
DANIEL O. JOBBEL


El señor Gualterio aparentaba ser un hombre más bien bajo, atildado, y de pelo cano prolijamente peinado con raya hacia la izquierda. Tenía dos ojos, y aquí lo gracioso, desorbitante, o a la vez absurdo. Se preguntarán por qué hago una acotación como esa, si más da, y hasta sería ridícula ponerla sobre el papel, sabiendo a las claras que cualquier ser humano posee dos ojos en sus rasgos fisonómicos. Pero al margen de todo los tenía. Dos ojos, uno azulado y otro verde pálido. Este era la única diferencia (por no decir invalidez) entre este ser y los demás.
Según decían, con el ojo verde medía bien a la gente y nunca se equivocaba. "Este fulano no lo paso por tal o cuál motivo, este es un ladino porque no mira de frente..." Y así se pasaba el día en conjeturas visuales. Y no le erraba. Era difícil un equívoco de parte del señor Gualterio. Además, a parte de eso, tenía una visual correcta en lo que respecta a su ojo verde, lo que quiere decir que divisa exactamente una cosa, según un oftalmólogo, algo que no sucede con el otro. Con el azulado (supuestamente de vidrio) aprendió solamente a guiñar. Cuestión que hubo de adoptar con mucha naturalidad a través de los años.
Sin dudas, era sorprendente el señor Gualterio. Solía pasarse las horas yendo de la sala al comedor, con esa de amarillo, regando plantines de helechos y glicinas con un vaso de agua. Motivo por el cuál se jactaba en señalar que en una vida organizada, no había lugar para la casualidad. Y lo del vasito valía además, cuando la resultante de alguna riña con esa de amarillo, con ese o aquel de blanco, o entre su esposa Matilde que le sacaba de las casillas cuando lo visitaba, y finiquitaba con un guantazo sobre la mesa que obligaba a Gualterio a ponerle los ojos fuera de orbita y a consecuencia, el peligro frecuente de la caída de su postizo. A todo esto, el sorbo en un trago de ese vaso de agua, acompañado de su respectiva aspirina, va a para el fondo de su estómago para calmar los eventuales revires del señor.
La organización del cuál dependía la vida de Gualterio , con esa de amarillo por medio, consistía en sus hábitos puramente personales. Sus comidas livianas y hechas con todo cuidado. Un régimen estricto. Muy pocas bebidas con alcohol. Y un 'pomelo' exprimido todas las mañanas, por esa de amarillo. Horas de descanso a la siesta y 'amor' de quienes estamos a su lado, para una 'felicidad' ingobernable dentro de su vivir. Pero si algo estaba en desorden, los nervios de Gualterio experimentan sacudones cada dos por tres. Había, sin embargo, un punto. Un punto de suma importancia:'cuidar los helechos y las glicinas'. Un ingrediente fundamental en el hábitat de este señor de porte excéntrico.
Y como se sabe, no son simples objetos, sino seres vivos que exigen ser atendidos y tener 'su' lugar para crecer y desarrollarse con naturalidad. Para eso es necesario adquirir un conocimiento a fondo de la cosa (Gualterio al parecer la poseía) ¿A qué cuenta todo esto? Esperen y lo sabrán. Resulta que Gualterio reside aquí con nosotros y con esa de amarillo, en la zona oeste, en los suburbios de la ciudad de Rosario, a poquitas cuadras de la capilla San Francisquito. Aquí en una casa cerca del olvido, donde todos se conocen, todos amigos, y todos se pelan entre 'codo y chisme' el cuero de cada uno. Pero ese ser arcano de ojos bicolores, no participa e ningún acercamiento humano a causa de su pavor empedernido. Una seguridad solitaria debida a su pertinaz empeño delimitarse solamente al cuidado de sus plantitas.

Cierto día hubo de colgar en la galería de este lugar donde habitamos, dos colgantes con hermosos helechos. Los colgantes, de hierro, los había hecho a mano el señor Gualterio en el taller, con mucha paciencia y destreza con la sola supervisión de esa de amarillo. Los dos helechos, divinos, promiscuos en su primer momento, todos ensortijados luego, era el orgullo del señor, y a la vez envidia de los demás que solamente hacíamos 'cebo' al desayuno, 'cebo' al mediodía y a la noche 'cebo', por supuesto.
El caso es que los cuidaba, los alimentaba con la santa paciencia a vasitos con agua todas las mañanas. Les daba 'amor' con sus palabras. Y cada tanto, cuando recibía alguna visita de algún trasnochado rosarino o de su mujer Matilde, se le advertía: "estas plantitas están muy a la calle, se la van a robar señor Gualterio..." Y el señor, de por vez repetía:"En este lugar, cosas como esas no ocurren..." Además murmuraba a sus oídos, "son ustedes los que viven allá en la selva de cemento..."
La cuestión es que ocurrió. "¿Cuando?", dije. "Hace unos días pasó...", dijo Matilde. Al levantarse Gualterio esa mañana, fue como todas, al llevar el vasito con agua para el riego de costumbre. De pronto vio lo que no podía creer. La pared de la galería apareció desnuda a los rayos del sol mañanero. Las cascadas verdes, con sus artesanías manuales, habían sido suplidas por el desierto blancuzco y agreste de dos desparejos boquetes.
De golpe el señor despertó plenamente a la realidad, habiéndosele hurtado la ilusión de vivir creyendo que todavía quedaban lugares inmunes en donde el 'no pasa nada' fuese creíble. Y no importa que sea una plantita o un hipopótamo. No hace falta buscar el pelo a la leche. "Cerrá todas las puertas...", dice Matilde. Y la de amarillo le hace caso. "Voy a comprar una escopeta o un dogo..." (que para el caso es lo mismo), piensa Gualterio ofuscado.
Gualterio entre sus oficios supo ser 'master' en el lanzamiento del porrón cervecero. Presa de esos ataques de bronca furibunda que lo convierte en 'piel roja' y que cuando se producen esos quilombos en algún estadio de fútbol, desembocan en el lanzamiento (por lo general con puntería de miope, o sea a la que te criaste) de botellas y, o pedradas dirigidas a la testa de uno de los jueces de línea; "siempre hay uno pelado, viste (agrega Gualterio) y los pelados siempre te bombean y son botones, te birlan un penal o un orsai, así que si estoy con la 'viaraza', en cuanto pasa algo por alto, haciendo siempre la diagonal del loco, entro a apuntarle al medio del cráneo. Ponele la firma que al rato cobra algo en contra, y ahí nomás le sacudo la pelada..."
De repente Gualterio sintió que el cuello de la camisa le apretaba en forma intolerable. "Eso no...." balbuceó, "robarme a mí los helechos, y así, descaradamente delante de mi cara". Objetos de toda clase cubrían el piso de toda la habitación, quizás de acuerdo con el principio absurdo de que, lo que se tira o cae por casualidad no merece la pena ser recogido, dejando lugar a otro para que lo haga. Y sucedió así: La de amarillo y yo decidimos levantarlo todo. Desde el robo Gualterio se puso insoportable. Todo lo que tenía a mano iba a parar al suelo hecho añicos. Por supuesto que el régimen hubo de olvidar, y su jugo de 'pomelo' nunca más apareció en su mesa todos los desayunos.
Pareciera que los métodos examinados desde ese momento y puesto a prueba fuesen mejores en la vida del señor. Pero había algo que esgrimía un desequilibrio con respecto a los nuevos métodos. Algo que nunca pudo sincronizar: 'el vasito con agua' llevado hacía esa sombría galería fantasmal. Fue entonces, que un día, sobresaltado de irrisoria furia, al darse vuelta, en un giro inmediato, lo lanzó y lo estrelló contra la pared. Luego desorbitado, manoteó el aire, luchando quijotescamente contra sus molinos, para insultarme...

Un día despertó. El acto es el mismo, las paredes grises, las manos, los rostros. Quiso reconocerse en esas siete de la mañana con el agua fría doliéndole las sienes. Los dedos hinchados como morcillas fastidiaban. Como fastidiaba a Gualterio y a mí el cambio de prendas en la cama, por esa de amarillo desconocida. Le sonreí pero no se dio cuenta. Y las cosas suceden así, tan rápidas y tan sencillas cuando las hacemos. Después la justificación y el razonamiento crecen, se deforman. Adquieren dimensiones monstruosas. El manso llanto se vuelve grito insoportable. El silencio es una herida que fluye dentro de ese fulano desgarbado y de rostro consumido.
Gualterio mira. Yo me pregunto como será el mío. Las narices dilatadas bajo los hombros hundidos. Aquí están sin sorpresas. El sólido y dúctil conocimiento de cuarenta camas, las rondas, las noches frías, algún que otro 'pucho' de faso escondido y ese ventanal herrado. Extendiendo los ojos en ese ambiente es todo el universo posible para ellos. Cerrarlos y saber que nada cambia. Despertar con el día determinado; la inútil resistencia a la bondad; el rechazo de tantas manos tendidas. La de Matilde. La de los chicos esos. La de amarillo. Y esos delantales grises. Todos grises. Hasta la luna en la noche. Y la de amarillo, y yo de por medio. Aceptar por las tardes la voz tartamuda y loca del de la veinte; reírme con los atragantos como cascotes que se zambullen en su boca y se atascan en su lengua.
El de la dieciséis no oculta su angustia. A Gualterio le traen la ropa. Va para un análisis. Quizás no vuelva. Ayer se quiso suicidar con un vidrio roto de botella. Lo visten. Todos los ojos puestos en él. Y su ojo de vidrio con brillo desacostumbrado. Por momentos olvida los helechos. Alzado en otros brazos va, con un contacto dulce, caliente, recogido por esa de amarillo, que no vale un pito para alguno de nosotros. Estaba evidentemente enojado, indignado. Me había dicho, "¿porqué los helechos? Me vas a hacer morir de un ataque al corazón..."
Lo miré consternado y me senté a pensar lo que me dijo. Indudablemente precisaba pensar lo que estuvo diciendo, "esto lo puedo tomar dedos maneras: o asumo la posibilidad (aunque no me sentía culpable), o lo tomo irónicamente", me conteste. Y digo: "Sí, si vos decís que te vas a morir de un ataque al corazón, pero..." Creo que la cosa queda ahí, "en un término medio", me dije casi sin aliento. Puede pensar que estás ofuscado; que dentro de unos días se te va a pasar, la puta madre; que te puede dar, acaso, una ligera molestia. Sin embargo la simple palabra 'ataque' me llenaba de terror. No le dije nada al final. Aparté la cara mientras se alejaba, para que no me viera llorar o reír. No sé...
Reconozco algo de culpa. Eso sí. Le he mentido. Le he dado cuerda como a un juguete para que la inventiva crezca prolija y sana a su voluntad. A los helechos los volteamos de un pelotazo. La jugada la inicio Rolfi el de la doce, la siguió el Rengo Muñiz de la quince y la terminé yo en diagonal, esquivé a uno y a otro, pelota al pie, pared con el Rengo y chutazo al ángulo donde estaban los helechos, golazo. Qué jugada. ¿Sabe usted? yo siempre quise ser futbolista, aunque le parezca mentira yo le iba a sacar el puesto a cualquiera de estos que juegan hoy. Puro cuento hermano; yo que jugué con el 'Trinche' Carlovich, y aquí estoy, gambeteando la vida, con la pelota pasada por abajo de las piernas, por arriba de la cabeza, y me parece que ya soy la pelota misma. Todo es mística. ¡En serio! Lástima los helechos. ¿Usted no me cree, verdad?. Pero bueno. Ya está. Luego limpiamos la escena del crimen. La maceta hecha añicos la tiramos al baldío.
Sin embargo estamos aquí. Siempre estuvimos aquí. Las paredes, los rostros fríos, desencajados. El silencio es también herida. Las manos de alguien es 'amor'. El cuento es 'loco'. Las otras cabezas rapadas sobre la ropa gris esparcen 'querer' y 'felicidad' a su modo. No conozco a esas gentes. O sí, tal vez sí... ¿No es cierto Gualterio? El amor llega para quedarse, las cosas no...-

Texto agregado el 21-02-2008, y leído por 288 visitantes. (1 voto)


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