Un día para dormir
Me paré frente al ventanal y miré la copa de los árboles y más allá de los árboles. Un teléfono no paraba de sonar en el piso desde las nueve de la mañana. Las puertas cerradas, los vidrios herméticos no ahogaban los timbrazos. Cesaban por un rato y volvían a la carga. Fui hasta la cocina y puse agua a calentar. Cuidé que no hirviera. Preparé un café con dos cucharadas de azúcar para Viviana y otro para mí. Tomé un trago, pero era el de Vivi. Le agregué un chorro de agua caliente y terminé el mío. Fui hasta el sillón donde ella dormía con un brazo colgando, la mano que rozaba la alfombra que no limpio desde que llevé la aspiradora a arreglar.
Vivi ha pasado la noche en casa. Se negó, por suerte, a ocupar mi cama. Antes, hablamos hasta tarde, hasta que el sueño me llevó a mi cuarto.
—Vivi, despertate— le digo —.Vamos, que se te hace tarde.
Abre los ojos, estira hacia atrás los largos brazos desnudos. Tiene la camiseta pegada al cuerpo y se ha quitado el sostén, que aparece caído cerca de mis pies y no pisé de casualidad.
—Dale, Vivi. Roberto debe estar preocupado.
Viviana recoge el corpiño y camina hasta el cuarto de baño. Silencio. Se escucha el agua que corre. Sale. No habla. Se ha puesto el sostén. Se ve medio dormida, la boca una mueca de labios gruesos, turgentes. Toma la taza entre sus manos y se le escapa un gesto de placer. Imagino la tibieza desplazándose desde sus dedos a las palmas, desde las palmas suaves a sus brazos, los hombros, el corazón. Entrecierra los párpados y sonríe.
—Está caliente — dice, y traga un sorbo.
—¿Querés que llamemos a Roberto?
La pregunta resbala de mi boca. Resbala y cae, nadie se entera. No debí haberla hecho. Me encojo de hombros. Después de todo no son mis problemas, que se las arreglen ellos. Vivi también se encoge de hombros, copiando mi gesto. Le cuesta articular las palabras. Sus ojos tienen el mismo aspecto vidrioso y ausente de algunos enfermos, pero es sólo sueño. Tiene la vista clavada en la taza, que aún rodea con sus palmas blancas. Después de un rato, logro que me diga algo.
—No lo llamés. Mejor llevame a casa.
—¿Vas a estar bien? —digo.
Asiente con la mano, en un gesto confuso. Le ayudo a ponerse la campera que le presté anoche cuando tiritaba dentro de la camiseta sin mangas; campera enorme, color café, como sus ojos.
Tomamos el ascensor y bajamos cuatro pisos, hasta la cochera. Los neumáticos están para cambiar. Las Michelín que vi el martes son un lujo que puedo darme: no tengo un alma aparte de la mía que mantener. Abrimos la portezuela al mismo tiempo después de quitar la alarma. Todavía tiene los ojos vidriosos, permeables. Uno puede meterse a través de ellos. Pero no muestran nada. Se sienta, corre el asiento hacia atrás y se estira. Estira sus largas piernas y apoya la cabeza negra, la nuca desnuda de pelo, la nuca blanca con una vena azul que descubro de perfil. La vena se pierde entre sus cabellos por arriba y mi campera por debajo, sumergiéndose en su piel pálida. Hacemos dos cuadras en silencio, otras cinco más. Doblo hacia mi derecha. Este mutismo me joroba.
—¿Roberto está en la casa?— digo.
Me mira. Ya no tiembla. Ni de frío ni de miedo. Pero sus ojos están permeables, ahora. Puedo entrar, atravesar el túnel negro que no lleva a nada. Qué pensará. Bueno, no es mi problema. Ya se las ingeniarán para encontrar una solución. Los hombres se hacen a los golpes y las mujeres a las trompadas. Algo aprenderán estos dos, con el tiempo.
—¿Querés que yo hable con él?— digo deteniendo el auto, ante el semáforo en rojo.
—Sería mejor que baje sola. Pero... no sé. —dice cuando cambia a verde.
Algunas palabras ya puede soltar. Giro en la esquina. Dejamos atrás un accidente sin consecuencias. Viviana mira atrás, con los ojos por fin despiertos, ahora impenetrables. La atención fija la despojó de la fiebre que los suspendía en la ausencia. Sólo por un momento. Llegamos, apago el motor y pongo freno de mano.
—Quedate —le digo —. Charlo con él y vuelvo a buscarte.
—No creo que le guste verte —dice dándome las llaves.—Seguro no te abre.
Una gorda abre la puerta de la entrada y paso detrás de ella. Me golpea las rodillas con una bolsa llena de comestibles. Se mira en el espejo y yo a ella. Se detiene y quedo solo. Subo un piso más. Golpeo la puerta. Nadie me atiende. Abro con las llaves de Viviana y entro. Del balcón llega la voz ebria:
—¿Sos vos, Viviana?
—¡Ah! —exclama al reconocerme. Se tambalea un poco— ¿Cómo entraste?
Le muestro las llaves.
—¿Estuvo con vos desde ayer?
—Sólo a la noche —le digo— Estuvo en casa y me contó todo—busco una silla.
Está borracho. Lo sabe y no lo disimula. Me señala la botella vacía y se arrastra hasta la heladera. Saca dos vasos.
—No quiero —le digo—. Sentate que tenemos que hablar.
Se tira al suelo sin esconder la cara. Lo veo desde arriba. Tiene el blanco de los ojos teñidos de fuego, vomita odio por los ojos. Puedo saber lo que piensa sin escucharlo. Yo no quiero escucharlo: sólo deseo que Viviana se quede con él en el departamento y volver al mío sin inconvenientes. Y dormir en este feriado del que ya me malograron la víspera. Pero para eso debo hacerlo entrar en razón a Roberto.
—No tenés por qué golpearla. Y dejá de tomar de una vez por todas, querés.
—¿Te dijo que tomo?—dice, apabullado.
Empieza a reírse. Sus pupilas desgarran el ardor previo mientras la carcajada se vuelve eco árido.
—Es la segunda botella que tomo en mi vida. A la otra me la tomé ayer— se incorpora un poco y bebe del vaso sin hielo—. Así que te dijo que tomo ¿Y te dijo acaso por qué ella se alzó con todos mis ahorros? Dale, contame, así yo también me entero qué inventó.
—Me parece raro que Viviana haya hecho eso. No tiene pinta de mina explotadora.
Más bien, Viviana es de las que no le hacen caso a nada, como si la vida pasara a su lado y no la vieran. Es del tipo no hablo no existo no me interesa no quiero no me hace falta. Qué me está diciendo Roberto ¿Acaso no conozco a Vivi? Conocer a Vivi es decir que no hay nada para conocer.
—Vamos, a quién le vas a hacer creer que te relojeó —le digo.
—No sabés quién es. Yo tampoco, para serte franco. Pero ella reconoció que sacó la guita del cajero.
—¿Tenía la contraseña?
—Por supuesto.
—Y entonces qué le vas a decir. Vos estabas de acuerdo con ella.
—Eso fue antes de que se pusiera rara..., hace como tres semanas que aparece y desaparece, que duerme un día en la casa de los viejos, otro acá y otro en la de una amiga. Cómo no cambié la contraseña. Andaba lunática, no me hablaba. Puteaba todo el tiempo por lo bajo, me decía que no quería responsabilidades y yo encima la calmaba. “Nada te ata, mi amor, sos libre como una mariposa”, “Voy a estar cuando me necesités”, “Nunca te pedí nada ni lo voy a hacer”, le decía. Qué idiota, por dios. Hasta que le pedí que tuviera el bebé. Y se fue.
Roberto, de pronto, lloraba sin contenerse.
—No por Viviana, esa bruja. Lloro por el bebé, yo quería ese bebé— me dice rasguñando el aire con las palabras.— Y se lo arrancó. Por eso me sacó la plata. Para pagar.
Dejo a Roberto en su llanto, en el amargo viaje hacia su dolor. Ya se calmará. No es tan grave después de todo. Bajo. Quiero dormir un rato. Este no es mi problema y ni siquiera me roza de cerca. Viviana está sobre el auto. Espera con la cabeza gacha. Linda mina. Ja. Linda minita se buscó mi amigo. Le hago seña con el brazo para que baje. Estoy por decirle que suba, pero cuando se acerca siento una punzada. No sé qué es ni dónde está. Dura sólo un instante, pero clava filamentos en zonas indeterminadas, me despoja de mis pensamientos y duele. Duele no sé dónde. Y estiro mi brazo en una trompada que echa a Viviana por el piso. Duele, aún duele, cuando la ayudo a levantarse. Ella esquiva mi mano en su brazo y se para sola, tocándose la mejilla que le golpeé. Le digo, poco convencido:
—Vamos a casa. Algún lugar para estar necesitás...
Me mira de otra forma, ahora.
—Vení —le digo sobándome el puño magullado—. Roberto no tiene por qué aguantarte justamente hoy. Pero ojo, si no me dejás dormir, sos boleta.
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