Sin pensarlo, sin planearlo, sin ni siquiera tenerlo en mente, di sin razón alguna media vuelta y me encontré con tu presencia.
Eras el mismo. El mismo color de piel y la misma mirada fría, pero con un brillo distinto. Algún efecto abrían tenido los años; porque el sabio tiempo, nunca pasa en vano.
¿Qué podría decirte? ¿Cómo podría abordarte? Aún, aunque ya han pasado las cosas, se que nunca pude responder esas preguntas.
Pasé, no sé cuanto tiempo mirándote; escaneando de nuevo tu figura en mis recuerdos, pues quizás, esos segundo serían los únicos en los que te volvería a ver.
La franqueza que te caracteriza y el poco sentido de sutileza, hizo que te acercaras con mucha ligereza y me saludaras como si aquel año no hubiera transcurrido; o peor aún, como si nunca antes entre tú y yo se hubieran interpuestos nuestros labios y nuestros cuerpos.
No me pidas nunca que describa lo que sentí al rose de tu mejilla con la mía al darnos esos fingidos besos que se dan los amigos (porque tendríamos que dejar de llamar beso a ese acto de saludo y decirle de otro modo, más no es el momento para pensar en un nombre adecuado para ello). El acto era claro: te tenía enfrente, te había mirado, te había sentido, nos habíamos de nuevo encontrado.
¿Por qué el destino nos puso enfrente? Yo ya no te iba a buscar más, pues había ya jurado, por tu desaparición en mi vida, que tú te habías olvidado por completo de mí.
Yo no tenía planeado buscarte y tú no tenías planeado encontrarme. Pero el destino se encargo de eso. ¿Ahora qué teníamos que hacer?
Dijiste – hola – y la simpleza de esa palabra bisílaba hizo que por fin escuchara de nuevo el sonido de tu voz.
Tenía que pensar en algo pronto. Una respuesta que diera pauta a un comentario de tu parte más extenso; si yo contestaba – bien, gracias ¿y tú? – la respuesta se podría limitar a - bien - y las palabras bisílabas ya no eran suficientes para mi corazón. Necesitaba tu voz en mi oído, escucharte y gravarte para poder cerrar los ojos en la noche y recordar de nuevo ese sonido que me hipnotizaba. Así que dije –Muy bien. ¿Y tú que has hecho? – Esto haría que explicarás escuálidamente un poco de aquel tiempo en el que me limité a soñarte.
La respuesta no fue muy larga. Contaste un poco de tu trabajo y yo sentía que me temblaban las manos y buscaba donde esconderlas para evitar que notaras el nerviosismo que me inundaba por completo.
En realidad no escuchaba con claridad lo que decías, estaba más atenta a analizar tu figura y escuchar simplemente tu voz, sin significados, que lo que contabas, que parecía incluso poco importante para ti, no lo logre entenderle del todo.
Cerrar los ojos era una amenaza; la imagen de tu cuerpo sobre el mío aparecía en cada parpadeo, las palabras, las caricias, todo aparecía por milésimas de segundo cuando cerraba los ojos. Entonces el sonrojo fue inevitable, y me viste un poco con extrañeza. Respondí con una sonrisa – Perdón. Me distraje un poco –
Y llegó el momento en que tú preguntarás - ¿Y tú cómo estás? – ¿Qué respondes a esa pregunta? – Bien. Gracias – siendo cortante y poco expresiva; – Extrañándote cada noche de mi vida desde que no nos vemos – como mártir y con sonido a chantaje emocional; – Muy bien. Trabajando un poco como siempre – eso sonaba más coherente; claro omitiendo lo de extrañarte, aunque era una verdad innegable.
Podría haberte contado todas mis hazañas para poder aprender a estar sola y a no extrañarte en las noches (sobre todo los fines de semana); o el valor y la fuerza de voluntad que tuve para no mirar el celular cada diez minutos esperando un mensaje tuyo; o talvez bastaba con decir que el trabajo prospero al ser mi mejor distractor para no pensar en ti.
Tenía tantas cosas que contarte. Pero las palabras no salían de mis labios, pensaba mucho en que decir y que no decirte. Que podrías tomar a mal o podría ser un mal comentario. Quería armar un guión que fuera exacto, bien planteado, claro, que expresará lo que viví sin sonar a drama, martirio o melancolía, algo que fuera sincero y honesto, pero no meloso o cursi. Decirte que no te había dejado de esperar. Que aprendí a esperar. Pero nada de eso pude decir.
Se hizo un silencio aterrador. Si no decíamos nada, simplemente te irías. No quería que te fueras aún. El tiempo transcurrido no era suficiente. Así que no pude detener mis impulsos y deje ir mi mano que acarició tu brazo y pregunté – Que callado. ¿Aún sigues viviendo en el mismo lugar? – mientras formulaba esa pregunta sonreí pícaramente y sin querer me transporte a esa habitación y a tu casa en sí. Recordé esas noches preparando la cena, viendo una película en la sala o acostados viendo televisión en tu cuarto. Recordé el color de tus sábanas y el olor de tu habitación; donde estaba el apagador de luz, la plancha, la crema para el cuerpo y el despertador que nunca funcionaba bien y me despertaba a las tres de la mañana.
Cuando dijiste que ya no vivías en el mismo lugar, no me extrañó, pues ese era un plan que tú me habías contado en aquellos tiempos, una idea que a mi me parecía formidable, pues la distancia de tu casa a la mía era muy larga. Así que imagine como sería ese nuevo lugar y encontré la frase que quizás me conduciría de nuevo a tus brazos; pero dude en decirla, pues tenía miedo del sonido de tu respuesta. – ¡Que bien que te hallas mudado! – hice una pausa larga antes de formular la siguiente pregunta, de la cual sabía que recibiría un – si, claro, cuando gustes – con la educación que me enamoró de ti; pero el tono, eso era lo angustiante, ¿en que tono lo dirías?, pero me tenía que arriesgar - ¿Haber que día me invitas? – pregunté.
Sabía que te conocía. La respuesta fue la misma que pensé, pero no pude descifrar el tono que indicaba su sinceridad y tus deseos de tenerme de nuevo ahí; así que el sentimiento de angustia empezó de nuevo a aparecer.
Era esa misma angustia que sentí por mucho tiempo; por muchos meses, semanas y días. Era esa misma angustia que llenaba de lágrimas mis ojos. Era ese mismo sentimiento que oprimía mi corazón; el mismo con el que rezaba todas las noches.
¿Ya habría esperado suficiente? ¿Había sido bastante un año? ¿Habría aprendido a ser prudente? Tenía todas esas preguntas en mi cabeza, y a pesar de haber aprendido a andar sola, el verte había hecho que revivieran mis enormes deseos de estar junto a ti.
Había estado a tu lado sólo tres meses, y ahora descubría que en verdad te había amado. Más aún, que te amaba.
Y aunque no sabía el sentido de la cortes respuesta; sonreí como una adolescente; y cerrando los ojos y suspirando discretamente respondí – Pues esperó tu mensaje o una llamadita el día que puedas, y me das un tour por tu nueva casa. ¿Qué te parece? – Entonces sonreíste con ese gesto discreto, casi impercibible y respondiste – Me parece buena idea – y a mi no sólo me parecía buena idea; me parecía un sueño que por fin se hacia realidad.
Entonces vinieron a mi mente charlas por la computadora, cuando les contaba a desconocidos que tenía una nueva relación que me encantaba y que me fascinaría formalizar y vivir al máximo por mucho, mucho tiempo en mi vida y todos respondían que me leían muy feliz y muy ilusionada, y que me deseaban que aquello se volviera realidad. Esa relación era contigo. Ese sueño eras tú. Y ahora por fin, parecía que lo iba a poder cumplir o a ponerle el punto final antes de iniciar.
- Bueno, nos estamos viendo. Hasta luego – Esas fueron las palabras que articulaste después y uniste tu mejilla a la mía, con ese gesto simbólico de beso, y te marchaste con una sonrisa.
Tenía que empezar el proceso de nuevo. Esperar, ser paciente, tener calma, no angustiarme y ser feliz, todo unido a la esperanza de verte de nuevo y poder volver a besarte. No es una mezcla sencilla.
Me fui a casa armando una historieta en la mente con lo vivido antes y después de este encuentro. Recordé detalles y momentos que para mi fueron interminables; y entre ese listado de sucesos, como cuando se ve el rollo de una película por cuadros, apareció de pronto tu sonrisa. Ese día fue inolvidable; te vi de traje, pero no muy elegante, con una camisa color lila, que alguna vez había visto en tu ropero y había deseado verte puesta, un pantalón negro a con rayas grises muy oscuras que casi no se distinguían y zapatos negros bien boleados; el saco no lo traías puesto, hubiera sido un gran placer mirarte con él.
Aquel día nos encontramos ya muy noche, en realidad yo demoré mucho en llegar y tú decidiste adelantarte a comprar las cosas necesarias para la cena. Llegamos a tu casa y entonces fue la luz de la puerta la que me hizo admirarte vestido de aquella forma, y por largos minutos no pude dejar de mirarte. Vaciamos las bolsas del supermercado y las ordenamos en la alacena y el refrigerador. Te vi caminar al cuarto y deseé en silencio que no te cambiaras de ropa, pues tenía el enorme deseo de poderte ayudar a hacerlo.
Después de arreglar las cosas nos fuimos a tu cuarto y te sentaste en la orilla de la cama; yo me senté en tus piernas de frente a ti colocándome de rodillas en la cama; te besé y te recosté en la cama quedando yo sobre de ti. Fue entonces cuando pedí una disculpa por demorar tanto en mi llegada y comenzó un juego de bromas y palabras absurdas que nos hacían reír. Te acaricie muy suave por el costado y descubrí que tenías cosquillas; así que me aproveche de mi posición para poder disfrutar el verte reír.
Tu risa, descubrí el sonido y la imagen de tu sonrisa sin disimulo, sin esconderla, sin recatos, y quede prendida de ella, enamorada.
Ese día nunca se olvida. Es simplemente imposible de olvidar.
Legue a mi habitación y había llegado el momento de dormir después de aquel encuentro. Me hinqué de frente a mi cristo y pedí por mi felicidad; cerré los ojos y el sonido del celular me despertó. Tenía que ser él, seguramente para desearme buenas noches o simplemente decirme que le había dado mucho gusto reencontrarme. Abrí los ojos y me sorprendió darme cuenta que ya era de día; tomé el celular y descubrí en la pantalla que era la alarma del despertador. Ya era hora de ir a trabajar. No había más tiempo para seguir soñando.
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