El Alcázar: sensaciones liberadas
Las seis de la tarde. El último visitante ha salido por la puertecita de “pie de iglesia”, incluida en la llamada Puerta del Patio de Armas, que antaño se abría hacia la ciudad amurallada.
-¿Te quedas sólo?- me comenta el amable visitante desplegando una amplia sonrisa.
-Bueno, ahora es cuando comienzan las verdaderas posibilidades de este lugar- suelto con un cierto alivio al verle salir y encaminarse alameda abajo.
Una vez apagadas las últimas palabras humanas de la tarde, la antigua llave realiza su cometido, haciendo chirriar la vieja cerradura.
Aquella inmensa puerta, vencida su madera por el paso del tiempo, logra una vez más separarme físicamente del ajetreo de la ciudad. Necesitada de un bastón, la cruzo con un travesaño que va de lado a lado.
Súbitamente la magia de aquel lugar comienza a ocupar cada rincón. Las piedras antiguas de aquellos gruesos muros construidos con maestría mediante morteros, traen la quietud que mi alma anhela. Los ruidos dan paso a la musicalidad clásica de los pájaros.
Ahora comienza una carrera de unos treinta minutos, de recorrer e ir cerrando cada puerta, cada ventana, cada contraventana de aquel magnífico recinto. Sólo un anhelo me hace acelerar el paso, convirtiéndome en la paradoja del lugar.
Mi respiración exaltada comienza a recuperar su ritmo. El placer empieza al contacto con su pasta, suave y dura. Rescatado del cajón y ahora acunado entre mis manos, aquel libro me acompañaría, una tarde más, en un largo y místico viaje, en un emplazamiento inigualable.
Mis pasos, que resuenan en un singular eco, perdiéndose por todo el Patio de Armas, me dirigen por la senda de los cipreses, esbeltos y elegantes, hacia mi lugar de reposo como invitándome al recogimiento de lo que ha de venir.
De pronto el camino es truncado, por un largo muro. La verja oxidada, abierta de par en par, me abre sus brazos. Atravieso su arco, subiendo unos escalones de ladrillo rojizo casi con los ojos cerrados.
Al abrirlos, el color, el olor y el sonido, se convierten en una pluralidad perfectamente conjugadas.
Es el antiguo jardín Almohade, donde la luz de la tarde adquiere unos tintes casi mágicos. El juego de luces y sombras, de perfiles y contornos, me hacen sentir como el testigo de un mundo prohibido, casi espiritual.
Mi banco de hierro forjado, de formas retorcidas, mi amigo, me espera a la cita vespertina. El frío metálico con el que me recibe es compensado con el descanso de mis fatigados pies.
Dejo mi libro a un lado, para dejarme invadir por aquella explosión de vida. Los olores se arremolinan en mi nariz. Con los ojos aún cerrados, intento desentrañar el misterio de cada sonido.
Lo primero, el fluir de las aguas de las fuentes. Su pertinaz presencia almibasan mis pensamientos.
Después, la musicalidad de los pájaros, el agudo del mirlo, el gorjeo de los gorriones, las burlas de los jilgueros, el arrullo de las palomas, el grito de la tórtola, y así, tantos otros amigos que acuden a enamorar o a saciar la sed.
Inmóvil, continuo con los párpados cerrados y el rostro ufano. Abro mis sentidos olfativos y se recrean en mi mente, como si los intuyese, la figura del extraño algarrobo, el olor a encina del ciprés, a mi derecha el penetrante aroma del laurel, el suave, casi sabor, de los rosales y blancos jazmines, las líneas mimadas por el jardinero de lavanda y mirto, la frescura de los retorcidos olivos centenarios.
Ya, mi mente despojada da paso a un ensoñamiento irreal, haciéndome olvidar dónde estoy.
Una luz clara comienza a concretarse en mi cabeza, cada vez más intensa. Abiertos ya los espejos del alma, el espectáculo que aparece ante mí es indescriptible, un insulto por tanta belleza.
El colorido comienza a derramarse por todas partes. Los tonos de las flores recogen todo el espectro del arco iris. Las formas, rectas y curvas ocupan el espacio, que junto al matiz de la tarde, el correr saltarín del agua, el ir y venir de los pajarillos, conforman el éxtasis de mi ser contemplativo.
¡Oh, Dios Santo…! y aparece en las comisuras de mis labios una oración improvisada, un diálogo con Aquél sabio creador, quien en su sueño ideó la hermosura de este jardín.
Una lenta y cálida lágrima aflora a la línea de mis ojos, derramándose y acariciándome el rostro. Su sabor salado me devuelve a la vida, a la otra vida, saliendo de mi ensimismamiento.
Han pasado muchos ratos. Aún la luz es suficiente, ya anaranjada en la lejanía del cielo, donde los vencejos y golondrinas describen movimientos armoniosos e inverosímiles.
Con mi mano derecha tomo el libro que dejé a mi lado. Está algo frío. Me lo traigo hacia mi regazo. Leo el título: “sueño de una noche de verano”. Comienzo a leer y la magia comienza de nuevo.
A un ser muy especial.
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