4. La familia de la Casona del Mouro
Me sorprendía su forma de vida. Retrataban un nuevo mosaico social desconocido para mí. Cada uno, tenía un papel y en función del papel asignado, su vida. Entre invitados, trabajadores y miembros de la familia, se juntaban más de quince personas para comer y aunque sin posibilidades de juegos o diversión, estábamos todos ocupados con algo; la mayoría del tiempo, trabajando, incluso los dueños. O comiendo, que era acojonante lo que se comía en aquella casa: todo natural y de lo que cosechaban o mataban ellos mismos. Cuando lo recuerdo, se me dispara la lengua, la saliva y la imaginación en sensaciones, sabores y aromas imposibles en productos de supermercado. Y en un intento de recuperar nostálgicos e inmemorables atracones, me recreo y hasta visualizo mentalmente, enormes bandejas repletas de jamón, cecina, chorizos y longanizas; tazones de arroz con leche y desayunos a base de pan de hogaza, dulces y confituras sin conservantes y manteca y leche natural de las vacas que pastaban allí mismo. En nuestros supermercados, hay productos de tono y presentación parecida, pero con un tacto diferente y ausencia total de olores y sabores genuinos y penetrantes, que solo alcanza la excelencia de productos naturales y la elaboración paciente del artesano.
Estaban los dueños, representados por mi tío, su mujer, mis dos primos y la abuela, a su vez madre de la mujer de mi tío y por tanto, también mi tía. Se llamaban todos por el nombre: La abuela, María; su hija, Balbina; mi tío, Antón; mi primo, Suso; mi prima, Luisina y yo, Jaime, como también llamábamos por el nombre y con un trato idéntico, a los obreros fijos que había en la casa y que eran: Oliva, la que cuidaba la casa y preparaba la comida para todos. Manolín y Alfredo, que se ocupaban del ganado y de las faenas del campo y Pepín de la “fastia”, que corría con los toros y el cuidado de las vacunas y control sanitario de todo bicho viviente que se moviera en aquella casa; a veces, colaboraba en las labores del campo, pero menos. Se madrugaba mucho y todos nos acostábamos temprano. Sólo se encendía la televisión a la hora de los telediarios y más que nada, para conocer el estado del tiempo para el día siguiente, a los efectos de planificar los trabajos. Utilizaban diminutivos como “Manolín y Pepín” en su trato habitual y aunque, en todas partes hay esa costumbre para niños y adolescentes, allí no desaparecía con la edad y el diminutivo, se mantenía incluso de mayor. Algunos obreros no dormían allí, supongo que por estar casados, aunque nunca tuve la curiosidad de preguntar.
La distribución jerárquica y el funcionamiento, también era muy peculiar: Los dueños, por el hecho de serlo, disfrutaban de todos los beneficios y todo se hacía según su criterio y parecer; estuvieran acertados o no. Tanto mi tío, como su mujer, trabajaban como los que más y por tanto, en aquella casa no había vagos, ni nunca gente de sobra. Yo mismo, era uno más y con “la misma utilidad” que los demás. Los obreros, teniendo señalada actividades concretas, desarrollaban éstas según su buen saber, hacer o entender. Sólo se pedían resultados y que éstos, estuvieran realizados a conciencia y definitivamente. Todo era importante: desde lo que, a los más jóvenes nos parecía un juego divertido, como ayudar al toro a que su verga encontrara el camino en el segundo asalto, hasta la eficacia para recoger la siembra en tiempo y forma, o guisar aquellos potajes tan sabrosos que preparaba Oliva.
Y una importante conclusión: para ser feliz, hay que ser el dueño de tus actos. En aquella casa, únicamente eran felices los toros, la mayoría de los animales y mi tío Antón. La abuela, no hacía más que quejarse de todo y de todos, hasta el punto de que nadie le hacía ningún caso. Su hija Balbina, soñaba permanentemente con una vida de ciudad y en todas sus conversaciones y comentarios, no había más que críticas envidiosas. Mis primos, teniéndolo todo, se sentían paletos y tan poca cosa, que eran incapaces de buscarse un porvenir fuera de aquellas paredes: imitaban en críticas y envidias, el estilo y formas de la madre. Los obreros, pacientes y silenciosos, aceptaban con resignada obediencia las ordenes del “amo de la casa” y hacían su trabajo con maestría, profesionalidad y honrada dedicación por el salario que debían percibir, pero estaban faltos de ilusión y de optimismo. Todos llevaban una vida anodina, apagada y mecánica hasta en lo más elemental, como acostarse, levantarse o comer. Funcionaba todo, con la exactitud de horario de un cuartel en actos mecánicos, iguales y repetidos, sabiendo de antemano lo que deparaba el día, que nunca era distinto, en nada, al anterior.
Todos resultaban altamente útiles; hasta yo, que era el menos preparado. En mis reflexiones posteriores, recordando lo bien que lo pasaba en aquella finca, llegue a pensar que los únicos que de verdad disfrutaban de aquel paraíso, eran los toros, las vacas que iban para ser inseminadas y los visitantes ocasionales, como yo, sin tiempo para descubrir un mundo nuevo, lleno de atractivos tan importantes como la buena comida, la libertad total y el contacto directo con la naturaleza en una vivencia real y de primera mano, que duraban varios meses de aventura; en la preparación del viaje: uno o dos meses antes; las vacaciones con estancia en la casona, que siempre duraba más de un mes; y los dos o tres meses siguientes, recordando y analizando los momentos y vivencias.
Y la gran pregunta: ¿Útil siempre y para todo? Es importante “ser y sentirse útil”, como importante conocer y saber como medio para disfrutar de las cosas de la vida pero, algunas posibilidades de los inútiles para determinadas cosas, son utilísimas para vivir, que es lo único importante en esta travesía de la historia de cada uno.
La vida apacible y satisfactoria del toro, que realiza un trabajo mecánico, repetitivo y sin sobresaltos, cada día. Un trabajo útil y altamente rentable para el dueño del animal pero ¿dónde está el gusto del toro? ¿en cubrir la vaca? o ¿en la ayuda que le presta su cuidador en el momento más difícil de realizar su trabajo? Por la actitud armoniosa y tranquila al acompañarse mutuamente camino del establo, parece que está ahí, su plena satisfacción. O la insatisfacción de soñar con una vida más lujosa, más social, más culta y acomodada, con que sueña Balbina y sus hijos. O en la pachorra de Antón, con una única preocupación, basada casi exclusivamente en que, el tiempo no le arme alguna mala jugada, dedicando todo su tiempo a los animales, en actos repetidos, mecánicos e iguales; metido en un mundo cerrado y sin más aspiración, que seguir haciendo lo mismo. Nacido, criado y viviendo en un entorno de película pero, por el que no siente ninguna curiosidad. La casa, los muebles, los cuadros, el piano, las alfombras y los libros que posee en la casa, están ahí, heredados de sus antepasados y para que Oliva, esté ocupada limpiando el polvo y no pierda el tiempo pensando en tonterías y también, para cuando haya invitados, inflarse como un pavo real.
La parte noble de la casa, se disfruta, la disfrutan los invitados y las visitas. La familia, los de siempre, viven y comen en la cocina y duermen todos en una de las torres, donde no se utilizan las chimeneas en el invierno y para calentarse, utilizan estufas de infrarrojos, baratas, insalubres y enfermizas, además de muy peligrosas para provocar un incendio, si cualquier tela, manta, sábana o papel cae encima. Igual que los obreros, con la misma apatía y ritmo de los animales, pero absortos en su trabajo, distantes en sus pensamientos y sin otras conversaciones que el tiempo o las fechas de parto o celo de las vacas que cuidan.
Toda aquella “casona del norte” que para mí era un mundo mágico, se derrumbó a partir del incidente de las abejas. De hecho nunca más volví, aunque durante varios años sé que se interesaron por mí y mis padres, me animaban a que volviese; lo cambié por el surf y creo que salí ganando, aunque aparentemente, empezaba a convertirme en un inútil. Nunca sabré que es lo mejor; tampoco me lo planteo. Si vivir como un inútil, disfrutando de la vida o padecer el estrés, los horarios, la falta de libertad, la vanidad y las apariencias que lucen los más útiles de esta sociedad nuestra.
La respuesta está en ser suficiente, autónomo y con disposición de algo de dinero y fiel a ti mismo; como las abejas, trabajadoras incansables y que al encontrar lo que era suyo, lo que les pertenecía y les habían robado unas horas antes, perecen en el intento de recuperarlo
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