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La carretera prácticamente desierta. César conducía tranquilo, aplacado luego de dejar atrás aquel villorrio y la noche, espléndida y clareada, le resultaba sedante.
Se trataba de otro viaje de trabajo y aunque las ganancias solían ser lo suficientemente buenas no estaba del todo conforme con la situación laboral. Esa gente, —pensaba— de dónde habrá salido esa gente tan estrafalaria y el pendejo de Johnny que había decidido quedarse por más tiempo y todo por unas faldas. Menos mal que en unas seis, siete horas, tal vez ocho… Captaba sólo una estación la radio del auto y suponía que era la de Swallowville; una voz ronca pero amena proporcionaba el estado del clima para la jornada venidera. Estaría cálido y húmedo. César no había bebido en la discoteca donde se había despedido de Johnny y de sus amigas, creía estar bien descansado y planeaba detenerse lo menos posible. No pasaba los ciento veinte kilómetros por hora. Cuando calculó que estaría a más de cien kilómetros de Swallowville y que esos días quedarían para la anécdota, se sintió relajado. Quería reír.

“Cuando nos has visto eres uno de los nuestros” o algo así le llegaba a la mente, probablemente de algún peón de albañil y esta frase le traía a Johnny a la memoria. Al compañero emborrachándose en la disco con esas mujeres espantosas, él, que nunca salía de noche, estaba en esa ciudad en medio de la nada.
Poco me habría costado quedarme con él —pensaba César— pero es que no le era fácil adaptarse a los desconocidos en ciertos ambientes aun habiendo estado un buen tiempo con ellos. O tal vez no. Quizá era sólo una paranoia suya y a su compañero le sentarían bien un poco de movimiento nocturno y compañía femenina.

Disminuyó la velocidad con el objeto de elegir un CD debido a que la señal de radio se perdía. El retrovisor le devolvía un negro azulado y el parabrisas limpio la amabilidad que encarnaba ese paisaje desolado, como si el mundo entero estuviera a la vista y para él, repleto de espacio. Entonces vio algo en el arcén.
La silueta móvil casi resplandecía erguida en un gris claro como gaseoso. Primero tuvo un segundo de pánico que lo hizo tomar con fuerza el volante y el consecutivo impulso primario de acelerar a fondo o de frenar de sopetón; una sensación de urgencia de reflejos, eso fue; luego tratar de ver por el espejo y comprobar que quedaba atrás.
—¿Qué carajos fue eso?— El tono de su decir lo impresionó, pero la cosa quedaba atrás, estática y de apariencia inofensiva —qué carajo es eso— y bajó la velocidad hasta detenerse.
Estacionó el vehículo a un lado de la carretera. César dudó unos minutos en retroceder o seguir la marcha. No había ruidos a excepción del punto muerto del motor y luego el de la puerta delantera. Afuera apreció la silente presencia de la noche servida y una brisa que no traía olor alguno sino más bien una sensación extraña. Forzó la vista hacia donde suponía al objeto pero no tuvo caso, las líneas de la ruta, borrosas, no iban demasiado lejos y después la nada y la claridad de las luces de Swallowville que se adivinaba en la lontananza. Lo pensó, pero la curiosidad resultó más fuerte que la prudencia, conque retrocedió marcha atrás unos cien metros. Simplemente tenía que hacerlo.
La incipiente impresión fue la de estar ante un monstruo de juguete. Era gris y en apariencia de piel similar a la de esos tiburones blancos que conociera por el Discovery Channel, pero como si se tratara de una serpiente erguida y sostenida mediante algo semejante a patas, cuatro, siendo las traseras mucho más largas que las delanteras si es que esa criatura tuviera partes delantera y trasera. Como una mantis en vuelo del tamaño del observador, al menos su alzada, sólo que en apariencia carecía de ojos.

César bajó el cristal para observar mejor. Aquello no se movía: tal vez no era otra cosa que un árbol muerto. Cuando los ojos del hombre se hubieron aclarado frente al objeto, no alcanzó a comprender el porqué de su inquietud al verlo de manera fugaz unos pocos minutos antes. Allí quedó por un momento. El tubo de escape exhalaba los gases que mezclados con la humedad hacían un espectro vaporoso y esto era lo único que se movía en el entorno.
Intentó recordar la visión primitiva, la que le provocara un escalofrío parecido al pánico: esto no es otra cosa que un árbol muerto, pensó, y dedujo que sería una buena excusa para escoger algo de música, orinar y continuar con el viaje. De nuevo tuvo ganas de reírse, sin embargo intentó concentrarse en la búsqueda de algún disco y cuando estuvo agachado y con las manos en el piso alfombrado donde suponía que estaría tirado el estuche de los compactos volvió a tener la perspectiva primaria, la de una criatura monstruosa a la vera del camino apreciada por el rabillo del ojo y en movimiento, y a la sazón un escalofrío de terror lo estremeció. Se irguió de súbito como con la seguridad de que algo espantoso y vivo estaría contemplándolo de cerca, mas no había nada nuevo en el entorno. La cosa seguía en su lugar, difusa. —Soy un imbécil— masculló, y resolvió retroceder unos metros para enfocar con las luces delanteras al cuerpo extraño que ahora sí le recordaba a una mantis.

No había visto vehículo alguno desde su salida de Swallowville, tampoco recordaba haber apagado la radio que estaba muda como todo a su alrededor. Su mantis se veía más radiante con la luz de los focos y decidió apagar el motor. Entonces el silencio fue total en la cabina. Tomó su tiempo, ya no tenía apuro y la cosa acaparaba gran parte de su pensamiento. Una cabeza, la parte superior como el extremo de una serpiente sin ojos, no obstante creyó que un punto oscuro bien podía constituir una especie de boca y que las partes salientes, como los extremos que esconden las garras de una mantis, serían utilizados en la locomoción en caso que la criatura deseara salirse de aquella posición vertical. Está como vigilando, especulaba, alegre, aunque las patas traseras eran de dimensión exagerada para correr y la cola de serpiente, tan larga, serviría como defensa, para aferrarse a un árbol o asfixiar a las víctimas. Pero esa cosa no puede ser, no es un árbol muerto, se dijo, y otra vez la sensación de pánico impensada que le hizo mirar hacia otro lado como buscando ayuda. —¡No es un árbol!— repitió para sí, porque el miedo le impedía pronunciar palabra, ¡todo este tiempo contemplando a un monstruo que podría matarme! Miró hacia atrás, las fantasmales luces de Swallowville parecían emerger de un agujero en medio de la nada como espuma apenas perceptible dada la distancia. La misma nada de la carretera y el silencio, ni siquiera insectos revoloteando en el rojo de las luces traseras encendidas, tampoco partículas aéreas reluciendo por los potentes rayos lumínicos de los faros delanteros y cuando volteó hacia delante se estremeció al sospechar que el monstruo estaba más cerca. —¡Se movió, la puta mierda se movió!— Y un espasmo, sintió un golpe de corazón como si éste fuera un sapo encerrado en una caja y enseguida un embotamiento congelante que le entumecía los músculos. Los propios ojos lo engañaban; empezó a ver diferentes formas en la criatura hasta que la sensatez, a la manera de un pensamiento que lo hacía verse ante sí mismo como un niño asustado, comenzó a tranquilizarlo.

Marcos. Recordó al maldito capataz Marcos, ése sí que era un ser monstruoso, rumiaba, y tuvo el enfoque de verlo almorzar, sentado a la sombra en medio de un desorden; masticar como un bovino, escupir algo incomestible hacia un lado y prolongar la actividad masticatoria; beber de la botella un vino barato, avinagrado, oscuro; acaso fanfarronear de prostitutas y de cacerías con los peones como un cavernícola; la mirada vacía, carente de fragilidad desde aquellos ojos como distantes. Malditos Marcos y sus mentiras de rufián ignorante, malditos los peones taimados de Swallowville, malditas las fáciles de Johnny con sus perfumes penetrantes, maldito el psicopático vigilante y su cremallera baja, malditos los niños haraganes que andaban por la plaza como abandonados, y malditos los adolescentes y los mayores sin edad de la disco. En todo eso pensaba César cuando recordó que tenía ganas de orinar. Fue que decidió bajarse.
La brisa era casi imperceptible, reparó en ello hasta por poco irritarse. Antes de abrir los pantalones se detuvo en la silueta gris. No se ha movido y soy un estúpido, pensó, solamente un estúpido estaría por aquí a esta hora. —A esta hora— dijo, y cayó en la cuenta de que ni idea tenía de cuál podría ser “esta hora”.
El líquido que salía de sí a la carretera lo perturbó por unos segundos, el neumático mojado y el charco que se expandía en el asfalto. Entonces sí, la patente escena del monstruo se le configuró clara; un salto, un cambio brusco de posición, un movimiento repentino y violento fue lo que vio por el rabillo del ojo durante una fracción de segundo mientras conducía. Eso fue, no tuvo dudas, lo que ahora contemplaba envuelto en la pasmazón del ambiente fantasmal y que no podía dejar de afectarle en forma de un terror íntimo y en apariencia sin sentido.

Temblaba. Alcanzó a abrocharse el pantalón y volvió a pararse algo más cerca de su monstruo quieto y mudo. En aquel momento tuvo una idea. —El teléfono— Concluyó en que tomaría una fotografía con el móvil, ¡eso es! Y hasta podría enviársela a Johnny que aún estaría en la disco o en algún motel. Sí, la enviaría a Johnny y luego le llamaría para escuchar su opinión. Por un instante tuvo más miedo. Miedo de que la criatura no saliera en la fotografía, o de que saliera con su verdadera forma mortífera y entonces se decidiera a atacarlo. Nada de aquello sucedió.
En la pantalla se veía prácticamente lo mismo, una silueta gris y el fondo negro de una nada negra, de una noche firme.

César sentía una repulsión extraña y a la vez no podía dejar de contemplar a su criatura, no se animaba a tocarla ni a acercarse más de lo que lo había hecho; como si el miedo que profesaba fuera un vicio macabro.
Sintió una alegría enorme al escuchar la voz por el teléfono.

—¿Has visto la fotografía, Johnny, la has visto?
—Sí, claro ¿qué sucede?
—Acabo de tomarla al borde de la carretera…
—¿Ahora?
—Sí. Quería saber si habías visto algo así.
—¿Pero, dónde estás?
—Cerca de la ciudad…
—Pues deberías irte ahora mismo, no sé qué sucede, pero debes salir enseguida.

La voz del amigo le repercutió alarmante, insólita. Además no escuchaba música y eso que suponía a Johnny en la disco.

—Estoy cerca de Swallowville, vamos, Johnny, dime qué piensas de lo que te envié…
—¿Swallowville? ¿De qué estás hablando? ¡Vamos, apúrate!
—Está bien, tomaré un par de fotos más y me iré de aquí…
—Te llamaré en unos minutos y quiero que me respondas dónde estás ¿Me entiendes?
El tono desencajado, grave, apurado de Johnny al teléfono le hacía entrever que algo distinto estaba mal. Con todo, subió al auto y salió del lugar.
Había andado unos cuantos kilómetros cuando recordó que Johnny dijo que llamaría. Habría pasado mucho más que esos minutos. Las líneas blancas de la ruta iluminadas constituían su más fiel contacto con la realidad y, por otra parte, no existían letreros que indicaran su posición. Básicamente no sabía en qué punto del viaje estaba. Entonces supuso que debería amanecer; así cayó en la cuenta de que había salido tarde de la discoteca, en que su amigo… ¿Había dicho dónde estaba? No. No lo dijo y esa voz que lo apremiaba. Tal vez no había conseguido hacer la llamada porque en ese camino, en alguna parte de ese camino no habría señal de telefonía. Eso debía suceder, y entonces recordó a la bestia durmiente en la banquina.

Miró por el retrovisor y sospechó, con el ulterior recelo pasmoso, que el resplandor de Swallowville aún seguía ahí como si no hubiese avanzado y temió en lo más hondo por el hecho de encontrarse nuevamente con el monstruo. Giró la cabeza hacia atrás todo lo que pudo para comprobar que la silueta no existía pero sí las luces de Swallowville. ¿O no? Quizá eran de otra ciudad, eso sería, de otra localidad lejana que antes no había visto o acaso del rictus del amanecer.

De repente una visión: La criatura que se le abalanzaba, pero no era real, solamente un recuerdo de lo que pudo haber visto kilómetros antes, eso sí que era serio, el miedo que su mente proyectaba a través de la imagen ahora con cierta brusquedad importante, endemoniada, fatal. Adelante las líneas blancas y la claridad insustancial de la noche.
Intentó pensar en otra cosa; mejor escuchar un compacto y recordó el estuche en el piso, pero no quería apartar la vista del camino. Ciento cincuenta kilómetros por hora en línea recta sin referencia alguna acerca de su posición. —¿Dónde carajos estoy?—, susurró, como si alguien pudiera darle una respuesta. Inclinó la cabeza hacia lo bajo y descubrió el teléfono sobre el asiento contiguo. Supuso que al menos sería bueno saber la hora y cuando tomó el aparato advirtió que la fotografía de aquello aún estaba en la pantalla. Se veía mal, un espectro como difuminándose en medio de la negrura. Entonces sintió un dolor en los ojos, una sensación de asfixia y se dedicó a mirar por el parabrisas con la esperanza de encontrar luces o vestigios de urbanización. Pero nada, sólo un entumecimiento repentino, una sensación de frío e impotencia al mismo tiempo; por unos instantes estuvo terriblemente seguro de que si quisiera moverse no podría hacerlo, de que en realidad estaba con los ojos cerrados y que la claridad que percibía provenía tan sólo de su casi paralítica imaginación. Vislumbró entonces que su conturbación sustentaba al pensamiento de estar volviéndose loco. Fue poseído por una palpitación como un golpazo, una especie de náusea y por la escalofriante sugestión de estar derrumbándose. Caviló en que sería una buena idea parar a dormir y soltó el acelerador sin tocar el freno, sencillamente sintió la premura de dejarse ir y por primera vez en el viaje le dio por evocar los instantes previos que se le mezclaban de manera incoherente, impúdica: la discoteca, las luces y Johnny, Johnny y despertar apremiado por el horario, incluirse en el fragor de un safari latoso de mañana sin salir del sueño profundo o del bálsamo de estarse flotando en una piscina fuera de la necesidad de respirar, como andar por una carretera en línea recta sin mover los músculos mientras todo queda atrás, vertiginoso; y de repente el sobresalto inicial, recomenzar a despabilarse con la urgencia de quedarse sin aire bajo el agua, la claridad salvadora de la superficie difusa, móvil, sin otro reflejo posible y allí estaban el mismo monstruo que viera abalanzársele y el pánico del volver en sí con el ordinario chillido de la llamada. Era Johnny.

—¡¿Por qué no llamaste antes, carajo, por qué…?!
—Cálmate, amigo, hace pocos minutos… ¿por dónde andas?
—No lo sé, creo que pasaré la noche aquí, no se ve nada…
—César, ¿dónde estás? ¡Son las diez y media de la mañana!

Entonces soltó el móvil como si quemara y apretó los párpados con fuerza. Así fue que volvió a confeccionar la imagen en la mente. Y creyó oír el ruido de una motocicleta.

Abrió los ojos y la luz de la mañana lo deslumbró. Unos niños jugaban cerca con un balón y tuvo la imagen del peligro que representaba ese juego en las inmediaciones de una vía donde se anda a alta velocidad. Se preguntó cómo era que los padres permitían esas salidas a sus hijos, pequeños o no tanto. En la radio la voz ronca que proporcionaba la información del clima para la jornada venidera decía que estaría cálido y húmedo. Observó que iba a ciento veinte kilómetros por hora y una señal de tráfico informaba que más adelante la ruta se estrechaba por refacciones. Luego el anuncio de la constructora vial “Marcos” y otro más grande con un eslogan que decía algo así como “quien nos ve trabajar quiere ser de los nuestros”. Al costado unos peones conversaban con un grupo de prostitutas, o tal vez no, quizá esas mujeres no eran prostitutas aunque lo parecían. César sabía que era demasiado tarde: la noche anterior había salido entrada la madrugada de la disco y tenía que pasar por Johnny y luego ir a trabajar. Le esperaba una jornada incómoda de unas seis, siete horas… tal vez ocho. Supo que esos prejuicios para con la gente que veía provenían de la incomodidad de estar mal dormido y aun así no podía evitar el mal humor, y por eso prefirió recordar que Johnny nunca salía y que se habían divertido juntos; rememoró aquello con simpatía, también lo de enviarse fotos de chicas por el móvil hasta que el otro decidió que debían irse porque no habría mucho por dormir hasta el trabajo y que le llamaría para despertarlo.
Lo perturbó un policía que algo decía a un hombre de casco amarillo con ropa sport y eso le provocó, por segunda vez, el prejuicio de que estarían negociando asuntos que no corresponderían a las actividades propias de capataces y vigilantes mientras los jóvenes jugaban fútbol cerca de una carretera peligrosa; pero ocurría que él, César, llegaría tarde a todo lo que le esperaba, cosa que asumía como a algo sin remedio.
Aceleró cuando pudo ver que la actividad obrera había quedado atrás. Ciento cincuenta kilómetros por hora en línea recta y fue sentir ese efecto de libertad, como si el mundo entero estuviera a la vista y para él, repleto de espacio.
El teléfono móvil sonó y sabía de antemano que era Johnny.

—César, ¿dónde estás? ¡Son las diez y media de la mañana!— Y en aquel momento oyó el ruido del motor de la motocicleta como un trueno. Tuvo tiempo de soltar el móvil sin cuidado y de ver la silueta humana sin rostro, únicamente el casco y sentir el estruendo del cristal que se hacía pequeñas piedras transparentes. Un extraño dibujo: una sombra hecha de hierros y partes humanas de un gris opacado por la luz que la rodeaba viajando por el aire, distorsionada por el reflejo y luego sintió las astillas del parabrisas penetrar en los ojos. Fue apretar los párpados con fuerza y un reventar de sabor a sangre y lo negro: el negro de la noche espléndida y clareada que le resultaba súbitamente sedante cerca de aquella ciudad, del espectro lumínico de Swallowville. Esa gente, —pensaba— de dónde habrá salido esa gente tan estrafalaria y el pendejo de Johnny, qué será del pendejo de Johnny.
Y manejar tranquilo por la carretera prácticamente desierta.

Texto agregado el 19-02-2008, y leído por 1297 visitantes. (10 votos)


Lectores Opinan
12-02-2014 Egon no sabe lo que dice, no le dio la cabeza para entenderlo. Le insto a volver a leerlo. Bueno, es que yo a vos sería capaz de leerte mil veces cada texto. tanag
12-11-2010 Alterna grandes momentos de tensión impecablemente tratados con otros que destrozan la trama. No sé, el cuento podría haber sido mucho más bueno, pero tengo la sensación que los estropeaste adrede. Egon
18-12-2009 Es que leerte se me quedaba corto, tratándose de tí... Selkis
18-12-2009 Vaya, sobrecogedor relato. Anda que me iba a quedar allí mirando que era la cosa esa. Me dejas con muchas dudas y con una imagen, esa carretera oscura, solitaria, silenciosa e infinita. Últimamente tus cuentos se me hacen todo un lío. Un reto leeerte. Saludos. Selkis
12-08-2008 Si esta noche me tomo un rivotril me pongo a leer el otro ysillueventoncesi
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