3. Abejas y colmenas
Las balconadas y el corredor sobre el patio central, donde se apareaban los sementales, albergaban la zona más noble de la casa, destacando la gran solana acristalada en la parte más soleada, equipada con varias colecciones de novelas y algunos libros antiguos de escaso valor y mobiliario confortable para lectura y entretenimiento pero, que apenas utilizaban salvo para planchado y arreglo de ropa. Desde el interior de la solana, dos habitaciones y un aseo con baño, bien equipados y reservados para invitados ilustres, que nunca se utilizaban y en el resto, 3 grandes salones con capacidad para sentar bastante gente y apropiados como comedor o reuniones de importancia, vestidos de tapices y cuadros de gran tamaño y muebles antiguos de proporciones y acabados con reminiscencias feudales y cierto aire de nobleza, con equipamiento y decoración acorde al uso: cabezas y cornamentas de trofeos de caza, cuadros de bodegones y mobiliario de comedor, en el salón situado junto a la cocina; tapizados y sillones de fumador en madera y cuero, alrededor de mesitas de centro, distribuidas para posibilidad de varias y diferentes tertulias al mismo tiempo, en el gran salón de chimenea, con grandes cuadros con motivos religiosos de pintores anónimos o firma desconocida, algunas plantas de interior y un aparatoso y desafinado piano con pianola, que nadie sabía manejar y el más pequeño, que utilizaban en fiestas y celebraciones, con retratos y fotos familiares como elementos de decoración destacable.
La vida familiar, se desarrollaba en la segunda y tercera planta, dedicando la planta baja al almacenamiento de víveres, bodegas para usos relacionados con la actividad y una parte, la situada debajo de las habitaciones, como establo para toros y terneros. Contiguo a un lateral de la casa, más establos con vacas y donde también guardaban los perros y los caballos y seguido, los silos de abastecimiento de piensos y almacén de forrajes y justo detrás, una columna de varias colmenas de abejas.
Me dedicaba con mis primos, a espiar los apareamientos de los toros, a gatear en busca de los mejores frutos por los muchos y variados árboles frutales y a conocer y disfrutar todo lo que albergaba aquel paraíso, en un ambiente de naturaleza salvaje y libre, además de salir con escopetas de perdigón, al bosque cercano y también, parte de aquella propiedad. Salíamos con intención de cazar perdices o codornices pero, como casi nunca ojeábamos ninguna, tirábamos a los pájaros que encontrábamos en el camino. Nunca maté ninguno; no por ganas, sino por mi mala puntería.
En mis últimas vacaciones, me responsabilizaron de una especie de sabotaje (mucho peor) totalmente involuntario pero que, por mi torpeza, acabó con las colmenas y las abejas en aquella casa. No recibí un solo reproche, ni una palabra que reprobara mi conducta pero, para mí, fue tan grave que no me atreví a volver y por primera vez, me día cuenta de lo ignorante que andaba por la vida y de oportunidades que había perdido hasta ese momento; ahí nació mi afición a la lectura y la necesidad de saber como funcionan y se comportan las cosas, las personas y los animales: ¡Intentar saber algo de cómo funciona el mundo!
Era época de sacar la miel de las colmenas y acompañé a Alfredo, a recoger la miel que se les extrae cada año. Se realiza sacando una parte de la miel almacenada y para evitar picaduras y riesgos innecesarios, hay que vestirse con una especie de traje espacial, rematado con una escafandra con visibilidad a la altura de los ojos, además de botas y guantes para tapar cualquier hueco por donde puedan introducirse las abejas. Hay que espantar las abejas de la colmena para, en el momento de quitar la miel, no herir o matar ninguna y ésto, se consigue introduciendo humo desde la parte inferior, colocando un caldero con brasas, a las que se añaden trapos y materiales de deshecho que provoquen humo. Al poco de colocar el caldero, las abejas escapan del humo y la colmena queda prácticamente vacía, permitiendo trabajar cómodamente; no en el exterior, pues en la huída del humo, su primer destino y en plan guerrero, es atacar al intruso vestido con traje espacial.
Según Alfredo, sacamos más de cuarenta kilos de “aquella cosecha de oro líquido”, que trasportamos a una de las bodegas de la casa, donde prensamos, estrujamos y colamos hasta dejar en condiciones para envasar en tarros de cristal. Quedaban varios recipientes llenos de miel líquida y varios panales de cera, en posición de escurrir hasta las últimas gotas, junto a las herramientas y utensilios, utilizados en la extracción. Acabamos de noche cerrada, con bastante calor y muy cerca de las veinticuatro horas. Era el final del verano y después de cerrar la bodega, todavía nos paramos de charla con alguno de la casa y cuando ya nos despedíamos para ir a la cama, me di cuenta que había olvidado la cartera con la documentación, en las ropas utilizadas en el vaciado de las colmenas y no estando seguro de volver día siguiente, como aún tenía la llave en el bolsillo, decidí volver a recogerla. Así lo hice, sólo que, además de coger mi cartera, abrí de par en par, los dos ventanales de la bodega. Había concentración de un fuerte olor a miel y pensé que, al día siguiente, allí nadie podría entrar sin emborracharse de dulce; los ventanales, a más de un metro de altura desde el suelo, estaban protegidos por sólidos barrotes de hierro y no había forma de que nadie entrase desde fuera.
Al día siguiente y cuando fueron a traspasar la miel a envases más manejables, había una alfombra de abejas muertas cubriendo todo el suelo. No quedaba rastro del dorado líquido: ni en los recipientes llenos la noche anterior, ni en los panales colocados para escurrir, ni en los utensilios utilizados en la extracción: una cucharón con un lateral afilado como una hoz, dos cuchillos medianos de cocina, coladores, varias cucharas grandes, dos palos de madera y los recipientes con la miel y los panales de cera. Había desaparecido hasta el olor, aunque si quedaba una agridulce sensación de campo de batalla, con ese olor nauseabundo que acompaña la derrota y la obligación de hacerse cargo de los heridos y los cadáveres. Al menos esa es la sensación que aún hoy tengo en mi cabeza.
Pasó y mala suerte. No hubo culpas, ni culpables. Aparentemente, nadie estaba contra mí por haber abierto las ventanas, aunque Alfredo en un aparte, sí me dijo, que hay que dejar las cosas como están si no se tiene experiencia y no quieres, lamentarlo durante mucho tiempo. Fue la lección, quizá la más importante, que había recibido hasta entonces. Todos se preguntaban y no había ninguna explicación de la desaparición de la miel y la muerte de las abejas. Se pensó que la miel estaba dentro de las abejas y que no había salido ni un gramo de aquella habitación: se habían atracado, para recuperar lo que unas horas antes, tenían en la colmena. Hicieron tal cantidad de acopio que reventaron; murieron del exceso y como el cuento del lobo, que se ahoga porque tiene el estómago lleno de piedras, las abejas no fueron capaces de emprender el vuelo de retirada, por el peso de su estómago. Nadie lo admitió, porque al pisarlas y aplastarlas, no se veía miel por ninguna parte; incluso al pisar en el suelo, totalmente alfombrado de abejas muertas, el ruido resultante de los zapatos, no era de un animal inflado de un producto como la miel; el ruido, era un sonido a hojarasca, propio de hojas pequeñas y secas e incluso, aplicable a bichitos con alas, como las abejas. Aquello sí que podía ser obra de un loco, un tonto o un inútil. Lo había hecho yo y aunque todos me culpaban, sin embargo, nadie se metió conmigo.
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