LOS PERROS TAMBIEN TENEMOS ALMA
Ciro quería ser un hombre, pero no era más que un perro. Yo no sé qué era lo que le encontraba a los humanos que cada noche se dormía y soñaba con ser uno de ellos. Lo que es yo, no les encuentro ninguna gracia a esos desabridos seres, pero bueno, no es ese el motivo de este relato.
Ciro siempre me hablaba de sus sueños y siempre estaba pensando en cómo hacer para llegar a ser humano. A veces se le ocurrían unas ideas descabelladas y otras asquerosas, como aquella vez en que intentó probarme su teoría de que comiendo carne humana se podría convertir en uno de ellos. Aquella vez vio a un niño jugando y lo quiso matar a mordiscos. Si no fuera por el padre de ese niño que lo agarró a patadas, este can estúpido se habría salido con la suya. Después de ese día en que quedó muy aporreado se le fueron por un buen tiempo las ideas locas de la cabeza, o por lo menos no me hizo participe de ellas.
Un día se me acercó y me dijo que estaba algo cansado y aburrido de lo mismo, de ser un perro y que se iba a otro lugar en busca de su destino y de un futuro, dentro de lo posible, mejor. Yo dudaba mucho en que fuera así, si no los humanos no hablarían acerca de la “vida de perros”. Nunca antes había visto a Ciro tan firmemente empeñado en algo. Fue entonces que tomé la decisión de seguirlo, pero sin que lo supiera.
Este perro amigo mío vagó por largas e interminables cuadras mientras yo no sabía qué estaba buscando este tonto. Me fui con cautela detrás de él para que no me viera ni me oliera. Al rato parece que lo agarró el hambre, pues en basurero que encontraba metía su enorme narizota. Yo también tenía hambre y estuve a punto de devolverme al barrio, en donde sabía que los basureros tenían comida segura, pero estaba muy intrigado con lo que pensaba hacer Ciro. Seguimos adelante y al rato lo ví peleando contra una bolsa con restos de alguna comida desechada por los humanos…un manjar para nosotros. Yo no tuve tanta suerte, pues en todos los basureros a que yo me asomaba, Ciro ya había metido sus fauces.
Cuando cayó la noche empezó a hacer mucho frío y se puso bastante más oscuro de lo habitual. A ratos se me perdía de vista, pero después aparecía trepado sobre unos neumáticos y luego en una pandereta por la cual comenzó a caminar despacio. Era larga y alta. Abajo había mucha agua, barro y basuras. El olor era asqueroso, y para poder seguir a Ciro me tuve que trepar a esta misma pandereta. Cuando logré volver a verlo ya iba muy lejos delante de mi. Vi que las patas se le resbalaban debido a lo angosta de la pandereta. De pronto desapareció en la oscuridad y se escuchó un fuerte estruendo.
Por más que traté no me podía apurar, pues si me caía a un lado estaba la basura y al otro se extendía un barranco. Pensé que Ciro se había caído precisamente ahí. Me empecé a angustiar y también se me resbalaban las patas y varias veces me pegué en la trompa y en la barriga. En la medida en que me fui acercando a lo que podía distinguirse como el final de la pandereta fui oyendo un montón de ruidos de golpes, y en seguida distinguí los ladridos de Ciro. Me dio algo de miedo, pues eran ladridos de rabia que nunca antes se los había oído a ninguno de mis amigos. Finalmente llegué al lugar donde terminaba la pandereta. Pasé a través del barro y de unos alambres, mientras del cielo comenzaron a caer unas débiles gotas de lluvia. Habían unos neumáticos apilados y me trepé en ellos. Fue ahí desde donde divisé a Ciro. Lo tenían acorralado entre tres hombres mal vestidos y muy sucios. Tenían palos en sus manos y le estaban pegando. A un lado había un cuarto hombre tirado en el suelo y rodeado de sangre. En ese momento solo atiné a ladrar lo más fuerte y furioso que mis pulmones podían. Todo era confuso, pues no sabía si Ciro había atacado al hombre ensangrentado y por eso le pegaban o si se estaba defendiendo de un ataque. Cuando me decidí a saltarles encima no me fue muy bien, pues me llegaron piedras y palos. No me pude acercar mucho, ni pude ayudar a Ciro, quien seguía batallando, a esas alturas casi en vano. Uno de los hombres logró asestarle un terrible golpe en la cabeza y lo tumbó al suelo dejándolo mal herido y sangrando. Fue entonces que me armé de un coraje que nunca antes en mi vida había tenido y me arrojé contra un enorme tambor que estaba encendido con fuego y lo volteé sobre estos hombres, los que huyeron, de hecho, el fuego alcanzó en el brazo a uno de ellos que me pegó una patada y me lanzó lejos, contra una pared en la que me golpeé, quedando tendido unos instantes mientras logré ponerme en pie. Cuando reaccioné sentí que los hombres volvían. En sus rostros se les veía la rabia que traían contra Ciro. Lo tomaron entre los tres y se lo llevaron. Mi amigo no reaccionaba, pensé que había muerto.
Esos hombres, que eran vagabundos, al igual que nosotros, me daban la impresión de que tramaban hacer algo malo con Ciro. Me dolía todo el cuerpo, pero aun así me puse de pie y corrí a defender a mi amigo. Me agarraron a patadas, a escupitazos y a pedradas, una de las cuales me dio directo en el ojo derecho reventándomelo. Ahí afloró mi furia, y pese al tremendo dolor que sentía en ese momento, por primera vez mordí a un hombre. El sabor de su carne era asqueroso, casi me vomité. En eso dejaron caer al suelo al pobre Ciro mientras yo le gritaba que se alejara lo más posible. A duras penas se arrastró unos metros. Yo en tanto lo defendí como pude de esos malditos hombres, pero la sangre de mi ojo no me dejaba ver mucho, solo sentía los golpes y que mi cuerpo se revolvía por todos lados.
Uno de los hombres gritó: “El otro perro se escapa!!!” Fueron detrás de él y Ciro comenzó a penas a correr un poquito. Cruzando la calle lo atropelló un camión que lo dejó reventado varios metros más allá. Quedé helado. Mi dolor era enorme, tanto físico como del alma, porque los perros también tenemos alma.
Esa noche oscura y mojada perdí al que fue mi más grande amigo en la vida. Mientras yo lloraba desconsolado, los hombres a lo lejos reían y festejaban como si hubieran ganado una guerra. Yo estaba mojado, con frío, sangrando. Tiritaba cada rincón de mi cuerpo. Como pude me puse de pie y me alejé. Sin rumbo, sin ganas de nada, ni de vivir, ya nada valía la pena.
Después de vagar un rato recordé que Ciro siempre había querido matar a un hombre para saber qué se sentía ser uno de ellos, probar su carne, comerla y así poder experimentar esa sensación. Entonces pensé en que un hombre vagabundo y hambriento fácilmente podía comerse a un perro, y claro que yo no iba a permitir que mi amigo terminará devorado por animales que realmente merecen ser llamados así. Saqué las últimas fuerzas que me iban quedando y corrí de vuelta al sitio maldito. Cuando llegué, estas bestias preparaban un festín con Ciro como plato principal. Me acerqué con cautela y me escondí detrás de unos cartones. Uno de los hombres, el del brazo quemado estaba como a dos metros de mi, y decidí matarlo. Suena fuerte decirlo de esa manera, pero hay que vivir ese infierno para poder opinar. Buscando la manera de hacerlo me acordé que un tío me contó cuando cachorro que en algún lugar del mundo mandaban a perros a las guerras de los hombres. Los entrenaban para atacar a otros hombres mordiéndoles el cuello y así los asfixiaban. Yo no estaba en tan buenas condiciones, pero era lo que tenía que hacer. Salté, le agarré el cuello entré mis dientes y mordí con más fuerzas que nunca. Apreté mucho, tanto que pensé que se me iban a salir las quijadas. En unos cuantos segundos, y antes de que lo pudieran auxiliar, el hombre se desplomó y cayó muerto al suelo. Yo me paré erguido y amenazante, al menos eso pretendía en esos momentos. Los dos hombres me miraron entre extrañados y furiosos por algunos segundos. Les comencé a gruñir, pero por dentro estaba muerto de susto, esperando que me golpearan y me mataran. Ese mismo miedo me llevó a ponerme a ladrar lo más fuerte que pude. De pronto aparecieron unos siete perros amigos que habían salido a buscarnos, preocupados por nosotros. Al ver a mis amigos los dos hombres se esfumaron rápidamente. Yo caí al suelo y rompí a llorar.
Al rato, y entre todos cavamos un gran agujero en el suelo y enterramos al gran Ciro. Volvimos a casa, con el dolor enorme de haber perdido a uno de nuestros seres más queridos y admirados, pero a la vez confiados en que desde ese momento nunca más nadie nos volvería a pasar a llevar.
FIN
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