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Los perros de Crucecitas

Esta crónica que ahora narro, nos transporta al año 1965, donde varios sucesos de distintas índoles intoxicaron mi vida dejando una cicatriz imborrable de recuerdos. No poseo razones precisas, pero he tardado mas de lo que pensaba en terminar este relato. Quizás, la constante exploración de mi memoria, por miedo a olvidar detalle, sea la razón. Pero bien valió la pena esa espera. Porque estoy seguro que este tiempo ha madurado mis palabras, ayudando en las descripciones, que es lo fundamental, a mi parecer, en una crónica.
En enero 26 de aquel año, descansaba de mis labores en un taller gráfico. Mis cortos ingresos apenas me alcanzaban para pagar las cuotas que el instituto de periodismo, donde estudiaba, me exigía. Había terminado de cursar el segundo año de la carrera. La cosa parecía terminar en poco mas de un semestre. Obviamente, los proyectos y delirios de trabajar de lo que uno cree como vocación impacientan y alientan a terminar. Pero ese año el destino contaba conmigo en otro lugar: una carta inesperada llega a casa de mis padres, donde en ese momento vivía. Informaba que un tío mío -Ramón, hermano de mi madre- estaba atacado por una enfermedad que le impedía seguir trabajando -tres meses después, al fallecer, nos enteramos que se trataba de meningitis- y requerían con urgencia, ayuda en el campo. Residían en Crucecitas, un pequeño pueblo metido en las entrañas de Buenos Aires. Para algunos, un lugar ni siquiera conocido. Enseguida mis padres insistieron –más mi madre, lógico- en que viajara a ayudarlos. Claro, no teníamos contacto con ellos desde que yo tenia quince años. No estaban enterados de mi trabajo actual, y menos de mis estudios. Pero las suplicas de mi madre y la ventaja renunciar a esa roñosa gráfica me convencieron. Con el peso sobre mi espalda de tener que postergar mi graduación, tuve que empacar mis cosas y viajar en menos de dos días.
Tanto en el viaje como en horas antes, me dispuse a proyectar un plan para ocupar el tiempo libre que tendría. En ese momento ni siquiera sospechaba el tiempo de mi estancia, pero si sabia de que se trataba el trabajo allí. Lo había realizado de chico y por eso mis familiares contaban conmigo. Como la tarea en cuestión era dinámica pero simple, y no requería mas de cuatro o seis horas de labor, tenia pensado recorrer el lugar por zonas poco conocidas y luego escribir algo sobre ello: un informe turístico, o algo parecido. Así me pensaba mantener en forma con cuestiones de descripciones y transcribiendo relatos que alguno me comunicaría. Sabia que eso no iba a ser suficiente para un entrenamiento literal, pero al menos regresaría con alguna narración autóctona del lugar. -O quizás la crónica de algún suceso- parecía sospechar. -seria provechosa para una practica.
El viaje no fue largo, solo seis horas lentas y aburridas. Los viajes nunca fueron de mi agrado. La pasión por conocer lugares me han llevado a recorrer caminos, pero mi impaciencia por llegar me hace detestar los transportes.
Fue mi tía Clara la que me recibió con un abrazo en la estación. Manejando una camioneta por el medio del campo llegamos a su casa en menos de una hora.
Una sensación lógica de tristeza habitaba en el interior de su morada. Mis primos –Raúl y Juan, gemelos dos años mayores que yo- me llevaron esa tarde después de comer, al hospital donde su padre agonizaba.
La ausencia de mi tío se trasladaba del trabajo a las reuniones de su casa. Y aunque pequeños momentos de risa peleaban por estancarse, la tristeza prevalecía ante todo. Así, dentro de ese clima lúgubre, fue que empecé a trabajar en el campo.
El dialogo con mis primos era fluido y constante. Me enteré de cosas de sus vidas que nunca me hubiese imaginado y a la vez fueron conociendo aspectos de la mía aparentemente interesante para ellos. Nos reíamos bastante, a pesar de la tristeza del momento. Y aproveche esa gran comunicación para comentarles mi proyecto. El de recorrer la zona y relatar un informe. Aparentemente les agradó la idea, pero enseguida me informaron:
-La zona del pueblo creció mucho en estos últimos años, pero cuando te alejes de las casas para el lado del monte, es mejor que te acompañemos. Simplemente como una guía.- fue la advertencia de Juan. Obviamente acepte la propuesta, pero me sorprendí por el animo de protección que querían darme.
-¿Existe algún tipo peligro por el monte?...- pregunté –...me resulta curiosa la necesidad de una guía. Ustedes saben que conozco bastante los diferentes lugares, tal vez no en profundidad, pero, ¡no creo perderme aquí!- les asegure riéndome.
Mis primos se miraron serios y uno de ellos me comentó:
-Hace bastante que no hay noticias, pero unos años atrás, seis o siete para acercar, unos agricultores de la orilla del pueblo, empezaron a encontrar en sus recorridos por el monte, animales muertos...- sonrió pícaramente por la obviedad, luego volvió a ponerse serio y siguió –Si ya sé, esto te puede parecer normal en el monte, pero la cantidad de aves, conejos y otros bichos encontrados era cada vez mayor. Tiempo después llegaron a la certeza de que unos perros, aparentemente salvajes, habían empezado a habitar los montes de manera sorpresiva.-
-¿Perros?- me sorprendí –¡Esta nunca fue una zona de perros salvajes!-
-No, pero aparentemente estaban allí. Mucha gente decía verlos de vez en cuando, y los mas osados, contaban que habían visto varias jaurías...-
Raúl fabricó un instante de silencio, se sentó sobre una cubeta vacía y continuó:
-Todavía no escuchaste lo trágico de esta historia...-
-¿Qué sucedió con aquellos perros? ¿Alguien termino herido por ellos?- Pregunté inocentemente.
En ese pequeño momento, se apodero de mi un sentimiento de curiosidad que rozaba el miedo. Me quede mirándolos como un niño que espera la continuación de un cuento.
-Hubo una muerte...- dijo Juan mirando hacia abajo. –...Los perros mataron a un vecino nuestro, hace ya algunos años...-
Tal desenlace era impensado, teniendo en cuenta el conocimiento que yo tenia de aquel lugar años atrás. Mi estado de sorpresa me había llenado de silencio. Inconscientemente di un paso hacia atrás y mi cabeza giro mirando hacia los lados, como desconfiando de cada sonido. Aunque estaba acompañado me sentía inseguro.
-Era augusto...- recordó Juan. –...El del techo con tejas, en la esquina de casa. ¿Te acuerdas?, de chicos nos subíamos a su higuera para jugar.-
Mi memoria luchaba por mostrarme imágenes. Entre ellas recordé esa manía de escalar árboles, tan común en nuestras tardes de niños. Visitábamos casi todas las copas de esa vereda. Pero teníamos una especial predilección por las ramas de aquella higuera. Nos creíamos sus dueños y muy poderosos desde aquellas alturas, veíamos el campo sembrado que estaba allí enfrente. Y a nuestra espalda, quedaba la casa con techo de tejas. La casa de Augusto.
Recordar aspectos de la vida de Augusto, era descifrar lo incomprendido por ser chico. Todo el mundo hablaba de él y de su vida. Era peculiar, pero interesante. Una vida entregada casi de lleno a la religión. Aunque el párroco del lugar no simpatizaba mucho con él. Yo siempre tuve la idea que el cura lo despreciaba por celos. El cura del pueblo era el padre Aguirre, recuerdo sus visitas en casa de mi tío. Siempre tenia algo para decir de Augusto, de su vida, de sus trabajos y hasta de sus costumbres religiosas. Es curioso pero el padre Aguirre parecía querer ensuciar la vida de Augusto. Augusto era querido en todos los rincones del pueblo. Sus trabajos en tiempos de sequía lo habían puesto en un lugar casi inalcanzable para el párroco. Mas aún después de la ultima sequía, la mas terrible para muchos. El padre Aguirre, en cambio, tenia una vida dudosa. Todo el mundo hablaba de su mal carácter y modales. Las misas dominicales parecían ser aprovechadas para su conveniencia existencial, pidiendo ser invitado a cenas, reuniones o hasta incluso fiestas, de las que por algún comentario se enteraba. Vivía con Marta, su criada, que además de dedicarse a los deberes propios de una empleada domestica, despertaba la duda y discordia de todos los devotos de la parroquia. No era correcto, claro. Nadie tiene el poder de juzgar. Pero un cura que comparte su casa con una mujer, cualquiera sea su categoría, no deja sospecha libre para nadie.
Cuando conocí a Augusto ya hacia tiempo que había dejado la iglesia. Creyente y activista de la ayuda, no dejaba labor sin terminar.
En la ultima sequía, tan solo unos años atrás, la miseria se apodero de muchos hogares que en otros momentos fueron prósperos. El campo tiene esas cosas. La riqueza cuelga de los hilos del clima. Se puede vivir en la abundancia y con buena fortuna en la cosecha durante años, pero una sola temporada que por algún motivo pierda esa continuidad, puede provocar la necesidad, no solo en la casa del patrón, sino también en los incontables ranchos de la peonada. Es una cadena que golpea mas fuerte al que más abajo está.
Ese año, con seis meses de sequía continua, los sectores del sur del pueblo –que se encontraban más cercanos al monte- sufrían las peores necesidades. Y entre la falta de recursos sobresalía la escasez de agua. La entrada del pueblo –que es donde se ubican las casas más antiguas, estancias y campos grandes- tenia la ventaja de gozar de un subsuelo de agua bajo sus pies. La napa tenia su fin antes de llegar a la zona más humilde, y dejaba a mas de cien hectáreas de pueblo con la necesidad de agua.
La lucha se llevaba a cabo en la calle, durante el día. Bajo el sol abrasador se veían pasar, una y otra vez, las personas que acarreaban las cubetas con agua. Casi siempre eran hombres, pero también me han comentado tristes anécdotas sobre niños y mujeres esforzándose por acortar esos mas de tres mil metros rumbo al monte.
Augusto no tenia problemas con el agua. Tanto su vivienda como la de mi tío están ubicada en la zona de la napa. Pero como nadie, él se preocupo. Y no dejo hogar en el pueblo necesitado de agua.
Se propuso organizarlo todo. Armó un carro de madera para transportar grandes tambores. Algunos suyos y otros conseguidos por las personas que lo ayudaban. Siempre contó con la ayuda de mucha gente. Obviamente, las personas pertenecían a los lugares secos. Augusto fue un motivador. Y sintiéndose satisfecha por ayudarse, la gente trabajó gustosa junto a él.
El carro transportaba diez tambores de quinientos litros. Augusto propuso que se trabaje de noche, así se descontaba el castigo del sol. Entre ocho personas movían el gran transporte. Se iban renovando según los viajes que realizaran. Los caballos eran de los patrones, y no los prestaban para tal esfuerzo. Igual, nunca contaron con ellos. Su propia fuerza de voluntad movía las ruedas de aquel carro.
A las siete de la tarde, cuando el sol se volvía piadoso, se reunían en la casa de Augusto a llenar los toneles. La gran manguera y el bombeador manual no hacían nada sin el esfuerzo humano. Se turnaban de a dos para realizar aquel duro trabajo. Llenar todos los tambores tomaba poco mas de seis horas de bombeo constante.
“...una noche, apenas empezábamos a trabajar cuando nos dimos cuenta que el bombeador ya no tiraba tanta agua. Antes de llenar el segundo tambor tuvimos que desarmar aquel aparato. Estaba viejo y muy oxidado. El sarro se había incrustado en los tornillos y fue muy difícil despiezarlo. Augusto no se preocupo en arreglarlo, agarro su bicicleta y fue en busca de otro. Los que quedamos allí tratamos de encontrarle la vuelta, pero estaba difícil. Nos preocupamos mucho, por que ese inconveniente nos podía dejar sin agua hasta quien sabe cuando. Era difícil que alguien prestara su bombeador o que tuvieran alguno de repuesto. Pero él llego caminando, mas o menos a la hora, con un bombeador para instalar.
Todos sabíamos que en la iglesia habían cambiado el que tenia por uno nuevo, pero nadie creía que el cura se lo prestara a Augusto. Ni siquiera piso la iglesia. Lo había conseguido en la entrada. Un conocido tenia de casualidad un bombeador entre sus porquerías. Esas cosas solo las encontraba él...”
El solo acto de relatarme lo sucedido, provoca en Pedro una emoción que conmueve. Sus ojos se sitúan en la nada y su voz se realza, como entusiasmándose. No hay lagrimas. Pero su rostro muestra señales de una triste nostalgia.
Pedro fue una de las tres personas que acompañaron a Augusto en este trabajo, de principio a fin. Vive en una zona alejada de las demás casas. En un rancho que se encuentra, aproximadamente, a trescientos metros monte adentro. Padre de tres hijos varones en aquel tiempo. A estas horas, habrá sumado algunos más.
Otra de las personas con quien tuve el gusto de hablar fue con Alicia. Una estupenda mujer que luchó noche tras noche por aquello del agua. Hija de doña Ana y hermana mayor de cuatro mujeres. Compartió conmigo una tarde de mates mientras me contaba sus recuerdos. Todos los relatos fueron sorprendentes y emocionantes. Los comentarios que con gran esfuerzo recogí se parecen mucho entre sí, porque obviamente, todos vivieron casi lo mismo. Pero cada uno resalta y profundiza, de manera muy personal, partes distintas de la historia. Por ejemplo, si tuviera que transcribir el relato integro de Pedro, sin nombrar su procedencia y conocimiento con Augusto, podríamos suponer que eran hermanos. Sus tratos y vivencias nos llevarían a eso. Pedro conocía mucho sobre la vida de Augusto. Tanto que parecía que habían crecido juntos. Augusto también conocía profundamente a Pedro. En ese poco tiempo de lucha, se habían hecho grandes amigos. Cuando el trabajo tubo que terminar, su unión perduro hasta el final. En cambio, Alicia, sin que ella tuviera la osadía de contarme, mostraba ser una eterna enamorada. Augusto se había convertido, sin saberlo, en el motivo sentimental de esa mujer. Todo su trabajo exterior se encontraba incentivado por un profundo y casi platónico amor.
“...Él hablaba muy poco de cosas que no tenían que ver con el trabajo. Se lo solía ver mucho tiempo con Pedro. Eran muy compinches. Creo que lo único que no compartían eran sus rezos. Cada uno lo hacia a su manera. Era extraño, pero así era casi todas las noches. Conmigo no compartía mucha charla. Una lástima, me encantaban los pocos momentos que hablaba conmigo. Trataba de buscar conversación por cualquier cosa. Hablaba muy bien. Parecía tener vivencias de sobra, como si hubiera vivido varias veces. Todo el tiempo yo comparaba mi vida con la suya y lo admiraba por esas cosas que brotaban de su experiencia. Teníamos mas o menos la misma edad. Pero parecía que sus años habían sido más largos.
Una vez nos pusimos a hablar. Fue en un descanso de la madrugada de un martes. Yo me senté recostada en un árbol y él se acercó. Creo que fue la única vez que lo hizo, siempre era yo la inquieta que buscaba sus palabras. Empezó preguntándome sobre mi familia. Pregunto por la salud de mi padre, de mi madre y algunas otras cosas. Sintió curiosidad por las costumbres religiosas de mis padres. Ellos nunca fueron muy practicantes. La conversación se extendió. Terminamos hablando de libros, me parece. Creo que fue lo que más le sorprendió. Lamentablemente no es común encontrar gente que se entretenga con la lectura acá en el pueblo. Yo leí muchas cosas desde chica y eso fue un gusto en común en aquella charla. Recuerdo ese momento como que hubiésemos compartido horas de compañía. Pero no sé si llegamos a charlar media hora...”

Alicia no pudo terminar su magisterio. Su trabajo en el campo la limitó de tiempo. Pero siempre fue una alumna ejemplar. Pedro la acompañó en varios niveles de la primaria, luego él se quedo en el camino.
A pesar de su poca proximidad con Augusto, Alicia parecía ser la mas unida a él. Sus observaciones me sirvieron para sellar varias dudas. Tal ves, ese incondicional amor, la hacia ver cosas de él que otros no alcanzaban a apreciar.
Ella fue la ultima persona que hablo con él antes que el monte se lo devorara. Él desapareció la mañana del primer martes de abril. Nadie lo vio partir. Alicia estuvo con él, la noche anterior, trabajando con el carro que habían construido. Llevaban herramientas y otros elementos que habían sido útiles en momentos de mucha labor. La sequía había terminado. Él se tomaba el trabajo de devolver lo pedido cuando se cruzó a Alicia y se sumó a la recorrida.
“...yo volvía de llevar a la tienda de don Arturo algunas mantas que tejía mi madre. En el camino lo crucé, caminaba arrastrando con fuerza el carro del agua. Estaba vacío, quiero decir que no llevaba los tanques con agua, pero igual lo alcancé para ayudarle. Como era ya costumbre, solo hablamos de cosas comunes. El clima era noticia por sus lluvias desde hacía varios días, por suerte. Y se convertía en una charla obligada. No eran muchas las cosas que tenia que devolver a sus dueños, pero tuvimos que recorrer casi todo el pueblo.
Cuando llegamos a su casa, ya terminado el trabajo, me abrazó y me dio las gracias. Creo que fue el contacto más cercano que tuve con él. Me sorprendió mucho. Me dijo que si no hubiésemos estado junto a él todo este tiempo, ningún trabajo se habría completado. Me nombro a Pedro, a Libio y enumeró sus virtudes. Los llenó de elogios. Mientras hablaba de sus ojos salían lagrimas, y yo como una tonta, no pude evitar llorar mientras escuchaba. Cuando terminó con ellos, siguió conmigo. Nunca nadie me dijo cosas tan lindas. Me dijo que me había convertido en su camino, que nada era casualidad, todos los momentos en que nos habíamos cruzado tenían un motivo. Me recordó que Dios junta a la gente para estas cosas. Siempre decía eso durante las noches de trabajo. Todas las conversaciones que habíamos tenido tenían alguna razón de ser. Y que no le había costado mucho darse cuenta del tipo de persona que era. Las otras cosas que me dijo las guardo muy adentro mío, y no creo que sea necesario contar... No quiero tirar mas lagrimas, porque en todo este tiempo ya llore mucho...”

Los trabajos que realizaba en el campo con mis primos, me permitían tener una visión casi panorámica del monte. Si me situaba en el medio del terreno sembrado, podía girar mirando casi ciento ochenta grados de pura arboleda y arbustos tupidos. Me resultaba difícil imaginar, que escondido tras esa maleza, jaurías de perros salvajes amenazaban hace algunos años. Y más difícil de creer era su extinción. Estar seguro creyendo todas las historia que contaban era difícil. Alguien seguro exageraba algo... ¿pero quien?
Nadie aseguraba que al alejarse del pueblo no se encontraría algún perro, aunque hacia años que nadie veía uno.

Solo tres días de soledad tubo el campo en su trabajo. Fueron los días de duelo por el fallecimiento de mi tío. La tristeza no fue más grande que la que habitaba desde su internación. Esto pasa cuando la despedida al fin se hace inminente y esperada. Hacia ya un par de meses que su estado era inmejorable.
La pesadez y angustia es contagiosa. Y yo necesitaba estar solo para esconder un poco mi pena. Empecé a caminar por lugares que tal vez en otro momento no lo hubiera hecho. Sin darme cuenta termine recostado en el monte, muy lejos de la casa de mis primos. Mi cabeza empezó a tejer las charlas y anécdotas que había recogido. Quizás buscando una distracción. Estaba tan apenado que parecía insensible a otros sentimientos. Me acordaba de los perros... pero no sentía miedo. Lloré en soledad, no solo por la pena que traía de la casa, llore también por la perdida, tan absurda quizás, de una gran persona como pareció ser Augusto. Los pensamientos se mezclaban, y las tristezas también.
Nunca encontraron ningún rastro de su cuerpo. Ni siquiera en las recorridas que algunos vecinos hacían para darle caza a estos animales. La gente se agrupaba y encaminaban rumbo al oscuro monte, armados y atentos, tratando de matar a su miedo mirando el cadáver de algún perro.
Nadie encontró ningún perro salvaje después de la desaparición de Augusto. Parecía que el monte se los había devorado. Como a los restos de su querido vecino.
Los perros desaparecieron de la misma manera misteriosa como llegaron. Y por eso su intranquilidad nunca los abandonó. El monte paso a ser el lugar más peligroso. Solo se atravesaba en grupo, ya nadie se aventuraba a al riesgo de internarse solo. Años pasaron y el temor se hizo costumbre.

La ultima charla la tuve con Libio, otro personaje particular. Hijo de una de las familias con mejor posición en el pueblo. Pero él rompió esa tradición. A los veinticinco años se casó con Clara, una humilde y hermosa mujer, hija de Sara, una empleada de su casa. Ya estando de novio sus padres se opusieron a esa relación, tal cual culebrón de mediodía. Pero él, enamoradísimo –como parece encontrarse hasta el momento- decidió casarse e irse a vivir a la parte baja. Allí sigue aún, en su pequeña casa, con sus cuatro hijos –una princesa mayor, gemelos y un recién llegado- casi olvidado por sus hermanos, pero feliz por vivir como su vida quiso.
Nuestra charla tuvo mas forma de reportaje que las demás. Se dio de esta manera por su personalidad: un hombre muy abierto, sincero y con un gran sentido del humor, pero de pocas palabras. Sus respuestas fueron siempre muy sintéticas, y yo siempre tuve que profundizar para que él lo haga.
“...hace años que no se sabe nada de los perros, ¿por qué siguen tan atemorizados?_ Le pregunté mientras hacíamos una caminata por el pueblo.
_No sé bien por que, es verdad que no se sabe nada, pero me acuerdo cuando recién aparecieron. También fue de repente, y nadie creía que pudieran ser tan peligrosos..._
_Pero nadie mas fue lastimado por ellos, a parte de Augusto ¿cómo están tan seguros de su peligrosidad?_ yo trataba de aclararme dudas... _ ¿todos aseguran que fueron los perros?
_Y... estaban en el monte, eran salvajes... ¡tampoco estábamos seguros de que no sean peligrosos!..._ me contesto con una pequeña sonrisa. Me hacia sentir que formulaba mal mis preguntas._...aparte, el hecho ocurrido con Augusto no fue el motivo. Ya desde antes nos estábamos cuidando de ellos..._dejaba silencios misteriosos en todos sus finales. Yo me quedaba observándolo, como esperando que continuara.
_No creo verte muy seguro. ¿Alguna vez encontraste algún indicio?
_La verdad que no..._me miro a los ojos con una sinceridad que parecía dolerle._...nunca pude ver nada, ni a los perros, ni sus huellas, ni nada. Sinceramente, siempre sospeche que todo fue una equivocación y el miedo infundado..._con un gesto de alivio me hizo su confesión. Y yo, esperaba que Libio me diera esta respuesta.”

Llegue a Crucecitas casi cinco años después de la desaparición de Augusto, y el miedo y precaución que la población de la zona tenia era muy contagiosa. Tuve la oportunidad de internarme inconscientemente en el monte. En los lugares donde el peligro era y es inminente para muchos. Hable con muchas personas con la intención de saber mas sobre aquellos perros, y me encontré con la conmovedora historia de Augusto. Me colmé de relatos y advertencias. Y ni siquiera así pude entender la existencia efímera de aquellos perros. Hasta ahora me cuesta creerlo.
Libio viajó a la Capital cuando su edad era de dieciocho años. Comenzó su estudio en la carrera de contador y la termino en tres años y medio. Sin desmerecer a nadie, Libio fue la única persona facultativa que entrevisté. Sus análisis me sirvieron para confirmar conclusiones mías. Es un hombre que sin perder la fe, me confesó sus opiniones con objetividad y coherencia.

Explorando lo terrenal, encontré huellas de un pasado incierto y misterioso. Por un lado, emocionante y triste, y por el otro lleno de miedo y culpa. Si los perros existieron, nadie puede asegurarlo con certeza. Pero si creen firmemente en su ferocidad y culpabilidad. Según muchos, ellos son los responsables de la desaparición de una persona que hizo mucho en su corta presencia, y dejo preguntas sin respuestas.
El miedo esta justificado, existen victimas.
Y el nombre de esa persona que ya no esta, sigue ligado a ese miedo. Hasta ahora.
Ya nadie recorre los montes sin una compañía.

Texto agregado el 18-02-2008, y leído por 144 visitantes. (0 votos)


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