LA ESPUMITA

Ella sospechaba que su marido se traía algo raro. Y aunque fuera cierto, como dicen, que ningún hombre puede ser fiel, ella estaba decidida a averiguar la verdad. Al saber todos los detalles, decidiría qué hacer.
Ella era arqueóloga y su trabajo la obligaba a veces a ausentarse de casa por varios días. Eso le dejaba el campo libre al susodicho marido, razonaba ella, para desviarse y por eso se asesoró debidamente y colocó cámaras por toda su casa. El individuo que la asesoró le hizo ver que usualmente a las amantes no se les lleva al propio domicilio, pero ella pensó que por algún lugar tenía que empezar sus pesquisas.
Ni bien hubo instalado todos los dispositivos, se le presentó el primer viaje del año. Debía viajar a la selva petenera en Guatemala, por varios días.
Cuando volvió a casa, fatigada y quemada por el sol, casi había olvidado el asunto de las cámaras. Aprovechando la ausencia temporal del marido, procedió a ver la filmación secreta, y al cansancio del viaje se unió la congoja indescriptible que le provocó lo que vio.
Casi todas las noches, el tipejo llevó a casa a una rubia oxigenada, entraban al dormitorio y sacaba de un puntapié a la Espumita.
La Espumita era una gata blanca, gorda y anciana, a la que, años atrás, cuando ella era una joven estudiante, había rescatado de la calle en una noche de lluvia. La recordó, diminuta y temerosa, sobreviviente sólo Dios sabe de qué líos y peligros. Recordó cómo con cuidado y dedicación le devolvió la salud y la confianza, y cómo en los años siguientes, la Espumita fue su compañía y su alegría, con sus ocurrencias y sus gracias.
Y que ahora, en los años de su madurez, este hijo de puta se atreviera a patearla, era, sin lugar a dudas, causa de divorcio.
Llamó al licenciado Timboque, su abogado, y le dio los detalles del caso.
Ni siquiera mencionó a la rubia oxigenada, pues a la luz de los acontecimientos, eso no tenía la menor importancia.