Peter se abrió de piernas y bien plantado sobre el piso, eructó como sólo sabe hacerlo un hombre temerario. Nataly se escudó detrás de una puerta, sofrenando su repugnancia. Era incapaz de sentirse ofendida por ese acto de mala educación. Era su macho. Y bien macho que era aquel energúmeno, enfundado en su ropa de cuero, que resaltaba sus músculos exuberantes. La chica, semidesnuda, esperaba que el tipo aquel la poseyera una vez más, no había modo de impedirlo, bastaba una levantada de ceja de Peter, un mohín, un carraspeo, para que ella se despojara de sus ropas y se metiera en su cama. Pronto, aparecía aquel recio galán, sudoroso, con sus cabellos en desorden, rumiando una maldición. Jamás reía, nunca la había acariciado, sólo acometía como una mole sedienta y no paraba hasta dejarla exhausta. Nataly, una vez finalizado el acto, o la sucesión de ellos, lloraba de espaldas al bribón, mientras éste retozaba junto a ella, roncando atronadoramente.
Pero esta vez, el hombre le dijo a su mujer -suya, no por las santas leyes, sino por el simple ejercicio de su postura de macho cabrío- que esta vez sería distinto. Que él se recostaría y sería ella la que lo seduciría y lo violaría.
Una luz brilló en la mente de Nataly, algo así como una inspiración divina.
Consintió en hacerlo, pero con la condición de atarlo de pies y manos. Esto, entusiasmó aún más a Peter, ya que le entregaba un sabor extraordinario. Así se hizo y Nataly, sonriendo después de mucho tiempo, salió de la habitación.
Al poco rato, la pieza en donde yacía Peter encadenado, se oscureció y se sintió el chirriar de la puerta. Excitado, el macho cautivo, el animal acezante, la sangre remolineó en su pecho, al sentir un par de manos fuertes que lo asían de las caderas. El hombre creyó volverse loco de placer, en sus sienes cabalgaban ávidos potros cuando se dejó seducir hasta que la noche se igualó a las sombras de aquella habitación.
Nataly, en el bus, reía con locura. Era como si una matraca se hubiese posesionado de su garganta y girase y girase con su musicalidad carnavalesca, sin que ella tuviese poder para detenerla. Su hombre, su macho dominante, la había hastiado y ahora se alejaba con la alegría del que recupera su libertad, después de un siglo de ignominia. Y Gustav, ¡Ah, el buen Gustav! Siempre estuvo dispuesto a cumplir lo que ella le pidiera. Lo que ella le pidiera...
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