Porque ni nuestros sueños
parecen hacernos soñar,
sólo nos mantienen despiertos,
haciéndonos sufrir
las afiladas aristas
de nosotros mismos...
Noche, frío, luna, luz amortiguada. Mis propios pasos resonando sobre el pavimento, rompiendo el atemorizante silencio, haciéndolo aún más atemorizante. Niebla que cubre calles vacías. Soledad. Un gato que sale estruendosamente de entre cajas y basura.
Camino aún más rápido.
Mi largo gabán negro ondea levemente con la brisa que choca contra mi rostro, atrayendo la niebla. Me arrebujo en él, me calo más hondo el también negro sombrero sin dejar de avanzar por aquella estrecha, oscura y vacía calle.
Primero los escucho, después los veo.
Primero escucho una risa infantil que abre la niebla. Una risa, luego más. Conversaciones, mucha gente, vendiendo, comprando, matando el silencio de la calle. Ignoro el ruido que sólo yo siento y sigo avanzando sin despegar la vista del suelo de aquella calle desierta. Pero pronto un sol que no está realmente ahí ilumina el pavimento antes negro, y la gente camina a mi alrededor, observando los puestos de frutas, hortalizas, objetos inservibles. Niños corren descalzos, los vendedores ofrecen a gritos sus mercancías, gente apresurada choca contra mí sin chocar, gente me mira sin mirarme y me habla sin hablarme, y sin hablar.
Ignoro todo aquel bullicio ahogado, toda la escena nebulosa. Ellos no están ahí, ese sol no me ilumina a mí ni quiero que lo haga. Unos pasos más adelante la calle está tan vacía y oscura como siempre.
Sigo avanzando por entre la niebla.
Levanto la vista al cielo cubierto de nubes, velado por la niebla. Quiero ver las estrellas que me hacen sentir insignificante, pero no están ahí. Quiero ver la luna que me observa de las alturas, pero está prohibida para mí. Quiero sentir tierra y hierbas bajo mis pies, pero lo único con lo que cuento es el pavimento y los adoquines, duros, muertos, grises, igual que todo. Quiero oír el dulce trinar de un avecilla roja, quiero oír el murmullo de los árboles al ondear con el viento, quiero sentir el frío del viento proveniente de las montañas. No. No hay nada más que rocas a mi alrededor.
Camino más rápido y más triste.
La calleja parece no terminar nunca, negra, perdida, atemorizante. Casi anhelo la compañía de aquellos fantasmas que me persiguen, pero ni con ellos puedo contar. Pero estoy cansado ya de tanto avanzar por entre las sombras, y ni siquiera de eso, sino que de avanzar solo por aquella larga y estrecha calle. Ya ni siquiera la ira se apodera de mi, estoy demasiado cansado para eso.
Y por fin la calle se abre y termina, cortada por un sucio canal, atravesado a su vez por un puentecillo de piedra, antiguo, muerto también. Casi al salir de la calle veo con sorpresa caminar en mi dirección a alguien. Tan acostumbrado a la soledad que me asusto, pero el joven sólo pasa junto a mí, quizás tan sorprendido como yo, mas se aleja, perdiéndose pronto entre la niebla. Creí que sus ojos refulgieron amarillos levemente al mirarme. Ya sabes quién es.
No me importa, avanzo ya más lento hasta llegar al puentecillo y me detengo sobre él, justo en medio, observando el turbio torrente. Me siento en el parapeto con los pies colgando sobre la corriente, con la mirada perdida en el agua negra e igualmente nebulosa, como todo lo demás.
Y los fantasmas vuelven a aparecer, repentinamente esta vez. Cruzan el puente, nadan en el agua repugnante, ríen, juegan burlándose de mí. Me miran sin mirarme y me dirigen palabras ininteligibles, sabiendo que todo lo que quiero es poder escuchar a alguien, a quien sea. Me acarician sin acariciarme, me acompañan completamente solo, desesperándome. Me observan con esos ojos muertos que ya no pueden observar a nadie, que nunca lo hicieron quizás, y sonríen, mostrándome sus dientes mugrientos. Bailan, bailan con la niebla, formando en ella fantasmas más oscuros y horrorosos, a quienes no puedo ver aún, pero veré pronto si continúo así. No los quiero ver, no quiero tener que verlos, que oírlos a mi alrededor, con sentirlos ya es más que suficiente, más que escalofriante, demasiado.
Mis nervios ya no soportan más, el terror me derrota, me hace sucumbir bajo sus pesados pies. Los fantasmas que danzan torpemente con la niebla desaparecen, dejándome sólo con ella y sus extrañas formas, que me abrazan y que siguen recitando frases ininteligibles, que continúan bailando a mi alrededor, regocijándose en mi miedo.
Nada parece real envuelto en aquella niebla, todo parece moverse, flotar llevado por la levísima brisa que nadie siente. Todo parece estar convertido en un perpetuo vaho que se mueve conmigo y sin mí: el puente parece evaporarse entre la niebla, el agua parece bañarse en ella y pareciera que yo desaparezco, mezclándome entre ella, convirtiéndome en un poco más de niebla que puebla el ya extremadamente nebuloso entorno.
No, no quiero, no quiero, no quiero... no quiero ver esos fantasmas sin forma, no quiero ser uno de ellos.
Pero ojos sin vida y sin muerte comienzan a verse, pero las frases dejan de ser poco a poco ininteligibles, y yo no podré soportarlo. Veo bocas que se mueven, tomando forma poco a poco, viéndose cada vez más horrorosas. Veo manos que se acercan a mí, intentando tocarme, aunque no pueden hacerlo, aún. Esos espectros repugnantes comienzan a ser cuerpos repugnantes poco a poco, y yo también.
Las pesadillas toman forma a la vez que los sueños se difuminan. Había mantenido la esperanza de que quizás la niebla fuera vencida por el viento que nunca nació, pero ya no lo creo, la niebla me envolverá por completo y ya nadie recordará que alguna vez estuve aquí. Yo no quiero eso, yo quiero alejarme de ella, pero está por todas partes, rodeándolo todo, tragando cada cosa que tiene a su alcance. A mí también.
Definitivamente el agua nebulosa es lo menos atemorizante aquí. Y es mi única opción.
Pero no puedo moverme, porque también espectrales risas comienzan a formarse a mi alrededor, paralizándome. Y palabras, horribles palabras susurradas a mi oído que se burlan de mí. Debo hacerlo, cueste lo que cueste, es lo único que puedo hacer, porque la niebla no se disipará, no sin mí. Debo hacer lo único valiente de toda mi vida aplastada por el miedo.
Debo bañarme en ese turbio torrente, y perderme en él. Es la única forma para no ser parte de la niebla que me atemoriza. Que susurra a mi oído, de cerca, acariciándome... Susurra para que me quede con ella, como su perpetuo y atormentado amante.
No lo hagas...
Quédate...
Sobre las rocas...
Muertas...
No saltes...
El agua es más fría...
Que la niebla...
No pierdes...
Ni ganas...
En ningún lugar...
No lo hagas.
No saltes.
Por favor...
Abro los ojos asustado, pero no quiero voltear. Eso había sonado demasiado cercano, demasiado real, temo ver un cuerpo y no una sombra, temo ya no ser yo, temo que la niebla ya me haya atrapado.
Por favor...
Siempre puedes encontrar una salida...
Por un momento el miedo retrocede un segundo. La niebla no me alienta, me hace desesperar... ¿quién habla entonces?
Posa una mano en mi hombro, haciéndome temblar. Siempre me ha rodeado, pero nunca me había tocado antes. Definitivamente ya es demasiado tarde para saltar al torrente, es demasiado tarde para todo, me he convertido en parte de ella, para sufrir para siempre, no me atreví a saltar y lo pagaré el resto de mi existencia. Ya nada tiene sentido, ya no tiene porqué asustarme la niebla, yo también lo soy. Aún así no volteo, para qué hacerlo.
Pero por alguna razón, la niebla se disipa, alejándose de mí. Por alguna razón veo mis manos y no niebla perdida en el aire, por alguna razón aún estoy sentado en el parapeto de este perdido puente.
Así que volteo.
Definitivamente tus ojos sí fulguran amarillos entre la penumbra de la niebla que se disipa. Y me sonríes, y me ayudas a pararme sobre el puente.
Siempre puedes encontrar una salida.
Sí, te encontré. O tú me buscaste.
Y espantaste la niebla, la alejaste de mí.
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