Tercera parte y final
Los tipos nada decían y temblaban como perros mojados. Sea quien fuere, la imagen fantasmal les había producido mucho terror y no estaban dispuestos a correr un nuevo riesgo.
-¡Tenemos que deshacernos de ese impertinente, y cuanto antes mejor!-bramó el Carroñero. El Pólvora, que con los nervios se le desencadenaban las ganas de estornudar, lo hizo y mandó por los aires a los asustados maleantes.
Como el peligro de ser descubiertos era inminente, el propio Carroñero, acompañado de su inseparable Pólvora, acudieron al domicilio del periodista, disfrazados de apacibles monjas.
-Queremos conversar una palabrita con usted, señor- dijo el Carroñero, atiplando su voz.
Zapata, intrigado, “las” invitó a pasar y les ofreció una taza de té. La madre Juana, que era malamente representada por el Pólvora, le pidió un vaso de whisky, puesto que adujo que sufría de la presión baja y sólo eso la reanimaba, petición que fue concedida por e asombrado periodista.
-Ustedes dirán que es lo que se les ofrece, madrecitas- dijo Zapata, con voz amable. En su rostro se dibujaba una sonrisa que intentaba disimular su sorpresa por tan inusitada visita.
-Sólo deseábamos bendecirlo por la gran labor que usted realiza en beneficio de la comunidad. Y de paso, le dejaremos esta estatuita de Santa Flavia, para que guíe sus pasos.
-Muchas gracias, madrecita. No sabe cuanto le agradezco su amabilidad. Y, no faltaba más, mi humilde labor de periodista está al servicio de la gente y estoy a sus órdenes para lo que ustedes deseen.
Y tratando de ser gentil, sacó varias rosas de un jarrón y se la extendió a las supuestas monjas. Lo que son las cosas. El malvado del Pólvora era alérgico a las flores y sin poder contenerse, lanzó un horripilante estornudo, que hizo volar por los aires a la estatuita de Santa Flavia, la que salió despedida por la ventana y al caer varios metros más allá, en pleno patio, estalló de tal forma que derrumbó todas las paredes de la casa.
Pero Zapata salvó ileso, al igual que los maleantes, quienes, maltrechos, fueron capturados por la policía. Esta vez había suficientes pruebas para secarlos de por vida en la cárcel. Cuando se supo que todo había sido una infame maquinación y que tras las animitas no había ningún cristiano fallecido, la gente igual continuó venerando a esos modestos monolitos, de tal suerte que fue la Iglesia la que se hizo cargo de los cuantiosos fondos que sirvieron para ayudar a los más desvalidos.
Con respecto a la aparición fantasmal, por boca del mismo don Humberto Silva, se supo que la noche del cuasi atentado a Zapata, éste había sido asaltado por otros bandidos y que, muerto de susto y vestido sólo con sus blancos calzoncillos largos y su camiseta blanca del mismo color, lo que le otorgaba una apariencia de horrible espectro, había solicitado ayuda, sin que nadie lo socorriera...
Este es el fin...
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