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Desde lejanas tierras se recuerda el estremecedor momento de una corazonada apasionante. Esa que llega volando como un pájaro desde el horizonte, dejando una estela de plumas brillantes del más puro oro antigua que se puede apreciar al estar parado sobre tierras míticas y legendarias, antiquísimas en esplendor pero tristes en fuerzas. Perdieron la batalla y ahora lloran una coronta seca de choclo. Ni el más rico queso la puede humectar y volver así su esplendor. Ruinas y piedras sobre piedras, montículos de gloria orgullosa sentida en lo profundo del pecho. Lenguas pasadas pero no olvidadas, aún resuenan en las gargantas de aquellos que se niegan a mirar el pasado con recelo o con resignación. Prevalece el estandarte escondido en el tiempo de un pueblo que desea resurgir desde las cenizas como el fénix, ¿o cómo el cóndor?

Se siente una brisa que proviene de las lejanías, de las maldiciones entredichas desde el fondo de la tierra. Los espíritus de las montañas tienen algo que decir. Son como los rostros de la pachamama, que sobresalen desde las entrañas de la tierra con una furia envuelta de poder y ansias fuertes de reclamarle al cielo agitando las nubes con soplidos magnánimos, para hacer llegar a Dios, una carta de solicitud, reclamando el pasado, llorando los orígenes de unas almas ensangrentadas.

Al caer por los apriscos rocosos, realizaron danzas sobre plataformas horizontales para que la lluvia soltara sus sorpresas y fascinara a los hombres con variados matices distinguibles por la gracia divina llamada paladar. Nacieron lo sagrado y lo perverso. Desde aquel instante, las estrellas dominarían la vida y el fluir de la sangre sobre pequeños senderos de piedras, y estas a su vez, controlarían lo imaginado, lo pensado, lo deseado y lo esperado. Una civilización obstinada en poseer los secretos de la subjetividad; ellos decidían qué creer y lo que no. Se retractarían de la simplicidad de una vida con guía espiritual señalada por el plano superior que siempre ha existido sobre la extensión de lo visible.

En un tiempo se lograría que millones de visitantes de diferentes culturas se maravillasen de las estructuras montadas con delicadeza única, unas sobre otras, como los días del año lo hacen sobre los meses, y desdoblan el tiempo produciendo mentalidades pensadoras, que discutirán para el resto de sus vidas, si la vida consta de algo que no sea futilidad, una futilidad programada a propósito para la comprensión del propósito del cosmos, de la vida, de la sangre, del espíritu, y de la ley que rige todas las realidades, el amor.

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