Mi madre, Diogenesia, siempre solía decir que el abuelo era el exclusivo culpable de su obstinada ausencia: que la había criado con esa forma tan particular y revolucionaria; que por ese motivo jamás tuvo incorporado en su vocablo la palabra mamá, así, a la clásica, con las manos reventadas en detergente y cloro, con el olor sempiterno de comida pegado en la ropa y el cabello. Ella siempre decía que los sueños de las mujeres estaban lejos del valle hogareño: que esos sueños se encontraban más bien en las colinas, o en despeñaderos celestes que ella bautizó, a falta de un mejor nombre, como ideales. Pero también decía que debido a eso yo era una causa perdida, un algo extraño y salvaje pero reconocible en el paraje citadino, ilegible para el común mortal: un indómito y también un errante y un loco.
Por eso es que conservo tan nítido en mi pecho cuando dijo que ya era hora de marcharme. Tuve miedo. La noche habitaba desnuda en las aceras, mientras nosotros permanecíamos sentados en el sofá, fumando y mirándonos frente a frente. Ella se me confundía con el humo, y yo me mezclaba entre la luz baja de la sala. Tratando de hacer eterno aquel instante (en su infinito amor filial), musitó que mi derrota era también la de ella. Fue entonces cuando me puse a temblar. Me sentí como la niña que mamá nunca tuvo y que siempre deseó tener, y que envían a responder ante poderosos e irascibles jueces por sus luchas, por luchas que no le pertenecieron en ningún principio diluido por la memoria, pero que sin embargo, cobijó entre sus ideales y sus esperanzas, justo cuando todo indicaba que lo que menos quedaba en aquellas luchas era precisamente eso, esperanza, y ahí, a pesar de todo, a pesar de la muerte y la inesperanza y la locura y también, desde luego, a pesar del desengaño y el olvido, mi madre vivió intensamente por su amuleto hasta que las balas no la alcanzaron, aunque cobraran infames la vida de sus hermanos y hermanas, niños que como ella, regalaron su juventud a una causa perdida de antemano que les permitía soñar con los ojos abiertos y el pecho cubierto por llamas. Ella fue quien me obsequió aquel sueño y aquella derrota. Ella fue quien me entregó, espléndidos, todos los secretos que necesitaba conocer para ofrendar la vida a esa locura tan nuestra, y al común empeño por conseguir un mundo mejor, aunque eso a todo el mundo le importase un carajo. Me vi allí, en ese segundo interminable por el que caminaron todas las vidas, la mía, la suya, las de quienes lucharon y las de quienes murieron luchando, la de nuestros muertos, me vi allí, como dije, nuevamente, absorto, pálido, limitando mis temores, ajeno, con el alma erguida, generoso, en silencio, con el arma en las manos, como aquella noche. Me descubrí de improviso entre las faldas maternales, cerca del sillón, percibiendo aquel calor nonato que jamás queremos perder, bebiéndolo en su vientre. Me vi cobarde e incapaz de salir de sus brazos, que me colmaron prestos y tiernos cuando empecé a llorar. En ese momento no sabía nada. No entendía que no me iría solo. Mi madre se levantó y me dejó llorando a sus pies. Unos tipos golpearon la puerta, y ella les abrió rápidamente, auscultándolos con desprecio. Avanzaron hasta donde yo estaba y me pusieron de pie. Un tipo gigante tomó mi maleta (que ya estaba lista), caminando triunfal y pedante hacia la calle y la subió al automóvil. Sólo cuando tuve puestas las esposas le pregunte a mamá si ya era hora, si ya habían llegado, y si es que alguna vez, quizás en mis sueños o en los suyos, podría volver a verla. Mi madre me entregó de vuelta una sonrisa.
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