Siempre fue igual, y creo que jamás existió por su parte la intención de volver, de cumplir quizás con la maldita promesa que me dejó atadas las manos y un pedazo de alma cuando se marchó. Yo convenía siempre con mi buena voluntad, con mi esperanza algo vaga a esas alturas -después de tantos años- que tornaría su camino hasta mis límites, como si los días autosuficientes que sobre ella descansaban, hubiesen abandonado su caminar empalagoso sin previo aviso, despojándola, con el tiempo detenido en una nube absorta, con la sombra exacta del olvido envuelta en un hálito fluorescente y repleto de luz, ya sin rumbo tras sus pasos. Con escaso esfuerzo, puedo rememorar todavía aquel día claro y normal. No tengo mala memoria. Puedo ver un viaje sencillo y una despedida rutinaria. Puedo ver nuestro trayecto desde la casa al aeropuerto, riéndonos con los artículos fatuos de los periódicos. Puedo recitar cada palabra que dijimos, bebiendo café y auscultándonos lentamente. Puedo verla aún, a ella, clara y concisa, aguardando el avión. Puedo verme en el terminal, con un libro en las manos, intentando algo que no era una lectura pero sí una búsqueda desesperada e incomprensible. A ella entonces, la adivino con un cigarrillo, volando, pensando en los encargos que lleva para Mendoza, y yo me sorprendo nervioso, esperando una señal inconcusa sobre lo nuestro en sus labios. Puedo sentir su quietud, su serenidad, sus eternos silencios. A ella puedo distinguirla nítida, aguardando el momento para irse, y a mis ojos los intuyo viendo cómo se alejaba, cómo sentía perderla entre las manos, con su sonrisa espléndida, con sus palabras rebotando en mis tímpanos, con sus ojos fantásticos, mientras percibo el sonido del avión perderse, muy lejos, y veo las sombras, muchas sombras apagándome. Y en ese momento preciso en que es mejor retirarse antes que caer desangrado, veo cómo seguía ella en mi cabeza, impenetrable, a cada segundo, en su distancia y en mi desgarro, pegada a mi piel con un pegamento impoluto, que a ratos me negaba y a ratos revivía, en medio de horas interminables de angustia y locura en las que extrañar, extrañar con sangre y con lágrimas vencidas por el desconsuelo, era comer desde su humo, y también reconocerme en el fondo de un espejo negro y frágil, que ponía en mi cabeza la certeza que su profusa estela podía ser una solución a pesar de todo: la respuesta maso-satírica para una vida irresoluta, para mi vida irresoluta y medio fatídica y hasta inconveniente, que subsistía empeñada en proseguir por el hecho peregrino y hasta idiota de pensar en su regreso, como reflejo de algo que a falta de un nombre mejor la gente suele llamar amor o pasión o desdicha.
Los primeros momentos, luego de la despedida, fueron los más espantosos que recuerde. Mientras veía su silueta perderse en el fondo del embarque, predije a susurros leves todo lo que vendría después, y el espectro de aquel tiempo, antes seguro y bello, antes feliz e importante gracias a su presencia y a sus locuras, se impuso ante mí completamente distorsionado, cubierto de masas grises que se abalanzaban sobre las sillas y el piso y la policía migratoria, transitando ingrávidas a mi pecho, impidiéndole al aire llegar hasta los pulmones y reanimarlos, mientras la angustia se encargaba de colmar mis ojos con lágrimas estúpidas e irrisorias. Fui allí, en medio del aeropuerto y rodeado por cientos de rostros irreconocibles, una estatua sin tiempo y sin alma por no sé cuántas horas, que se mantenía en pie gracias a la certeza que pronto caería, que todo estaba por acabar. Una azafata o un guardia (no lo sé) me ofrecieron un poco de agua. Acepté. Creo haber estado ininteligible o incluso soez en los agradecimientos, si es que los di. Me daba igual. La vida me daba igual. Tomé el auto con dificultad, y la ciudad, al fondo, con su preclaro rumor eléctrico, intentaba decirme un par de cosas que no quería oír. Sabía que mi vida, desde aquel instante, no podría volver a ser, otra vez, la misma.
Llegué a casa tarde, según recuerdo, ebrio, y subí al departamento con la convicción que jamás volvería a bajar. Revisé sus cajones, y todas las prendas y recuerdos personales que valoraba, viajaban en esos momentos con ella. La decepción se me hizo más patente ahí, con tal constatación. Nada de lo que atesoraba quedaba en nuestro hogar. Nada. Yo era el elemento sobrante, pero no el ausente. Supe que ya no volvería. Comencé a tirar entonces toda la ropa que olvidó empacar por la ventana de la habitación. Cierta gente, desde abajo, me daba las gracias o me insultaba, dependiendo si les había caído en la cabeza alguna que otra prenda que necesitaban, o bien las maletas o los zapatos, y agitaban sus pañuelos y me daban las buenas noches. Yo reía, patético, entre sollozos, pensando en lo muy absurdo que era tenerla tan viva y tan latente entre todos mis pensamientos, y en cómo podía eliminar por fin esta angustia que provocaba y que perdura, a pesar de todo.
El tema tras eso, pasado ya un par de años, el tema real y trascendente, es que yo no quería olvidarla, y creo que aquella obstinación pasó a determinarme a tal punto, que me transformé en un ser dependiente de un afecto que existía únicamente en mi cabeza, y que ya no era en ningún otro sitio más que en mi alma, y que martillaba mis sienes, carcomiéndolas, hasta transformarme en un ente desconocido para mi reflejo. Un extranjero pero en los lindes de la conciencia, como diría Camus, con total desparpajo. Obsecuente con su abandono, lo confieso, y ciego con lo que sentía. Todo eso fui. Pero yo continuaba, continuaba sintiendo. No sabía por qué. Pero continuaba.
Ciertas tardes, buscaba relajo para mi cuerpo con putas a las que siempre les faltaba algo: o un pie o un diente o un ojo. Terminaban blabeando sobre sus penas y sobre lo muy cruel que les resultaba lidiar todas las mañanas con sus respectivos chulos. Y aunque me divertía esa entrega cínica y libidinosa que prodigaban en la cama, terminé por abandonar el hábito, pues en aquellos rostros desgarrados veía precisamente ese rostro del que deseaba escapar y que, al mismo tiempo, trataba de alcanzar para guardarlo muy fuerte entre mis recuerdos, secretamente. Desde esos días, me hice casi un eremita. Necesitaba olvidarla para seguir, y sin embargo, nunca tuve la intención, y nunca hice esfuerzo alguno del cual pudiese vanagloriarme: ella simplemente se fue, y yo me quedé esperándola, como un loco, corriendo tras una verdad en la que se contenían todas mis verdades y todos mis miedos, aunque yo no me contuviese en ninguno de ellos, y tratara de matar el tiempo jugando naipes en algún bar de mala muerte o en mi casa, tirando con putas varias (como ya lo confesé), o escribiendo versos imbéciles o hablando por teléfono con mi papá.
Algunas veces, con mi viejo, charlábamos sobre política o sobre algunos capítulos del Gran Hermano -programa del cual era devoto- y otras, discutíamos sobre la inconveniencia de ser poeta y terminar tras un terno y una corbata, encerrado en una oficina, -como le pasó a él-, que botó decenas de borradores por la pena incontrolable del olvido, mientras fermentaba encerrado en un escritorio de Institución financiera por donde transitaban cientos de cheques y miles e interminables reclamos y peticiones, junto a su secreta ilusión de confrontar su arte con el resto de la gente. En cierta ocasión mi padre, mientras yo barajaba los naipes, mencionó con grandilocuencia pontificia lo muy bien que me haría tener una mujer a tiempo completo, como solía decir, y sin perder jamás el aire arzobispal, me escupió a boca de jarro todas las desventajas de masturbarse a pito de nada, con una revista pornográfica de los setenta como telón de fondo. Le pedí que se fuera. Mi padre no comprendió entonces todo lo que sentía por ella. Siempre pensó que lo mío era una obsesión anodina, y por ende, masoquista y hasta flatulenta. Yo en ciertos momentos, me empeñe en dejar mis heridas abiertas para que pudiese contemplarlas. Tampoco reaccionó como esperé. Terminó odiando el así llamado por él “capricho”, y comenzó a discursear baratamente con mis malas ideas de mantenerme como un monje. Tras la conversación sobre mis inconvenientes sexuales, decidí cortar por completo todo lazo con mi viejo. No le afectaría en nada. Al poco tiempo murió de un paro cardo-respiratorio, y lloré un par de noches hasta que soñé con él, y en el sueño lo veía vestido de monje medieval, diciéndome las mismas palabras hirientes sobre mi vida muerta, mientras follaba como burro con dos monjas de tetas gigantes. No volví a saber de él ni en esta vida ni en la otra. Su burda retórica guevarista no llegó a convencerme. Del viejo me quedaron los ojos, y algunos papeles con versos que no resistirán el paso de los años.
Cuando eliminé a mi papá de la lista de imprescindibles, cambié radicalmente el hábito de llamarlo por uno menos complejo: comencé a ver por televisión, casi todos los días, los peores y más estúpidos talk show latinoamericanos, sin perderme detalle de cada una de las historias baratas y mal logradas que allí se ventilaban, pensando siempre en el detalle subyacente de esos libretistas - escritores frustrados sin duda alguna - y sobre cómo sería uno de esos programas con un escritor en serio, que hiciera guiones con tramas exquisitas, interesantes, preocupado por ahondar en cada mínimo detalle en las vidas famélicas de tamaños espantapájaros, que sin lugar a dudas, se exponían por algunos pesos al escarnio público más descarnado y burdo.
(Supe sí que hace un tiempo, en Colombia, uno de esos talk show tuvo a un escritor con el estilo que yo deseaba. No tuve oportunidad de ver el programa, pero gracias a los diarios, me enteré que era un suceso en cada país centroamericano donde se estrenaba. El tipo, talentoso y brillante, lamentablemente, se habría suicidado al poco tiempo porque, según cuentan, tuvo la mala suerte de toparse con un escritor al que todos creían muerto, una noche cualquiera mientras paseaba por el arrabal que lo llevaba a su casa. La leyenda para estas alturas, cuenta que él lo llevo hasta su morada, y que allí le mostró sus cuentos, sus mejores poesías. Que bebieron café y que discernieron sobre lo trágico que resultaba ser un genio y sobrevivir, a costa de todos e incluso, a costa de uno mismo. Que nuevamente él le mostró sus textos. Que el escritor muerto se habría cagado sobre ellos. Que el pobre escritor, despechado, se pegó un tiro en la boca, tras haber vomitado en su saco. Otra versión, habla sobre la avaricia del director del programa, que tuvo con sueldo de hambre al tipo que lo mantenía bañado en dinero. Que se habría aprovechado que el escritor no encendía la televisión ni para ver la carta de ajuste, o el himno respectivo al cierre de las transmisiones. (No sabía el escritor que el programa que cuajaba a diario en su habitación de asco, generaba ganancias millonarias). Que habría ido a parar frente a un centro comercial, un mal día en que el sueño lo venció y el autobús no paró hasta llegar al paradero. Que se encontró frente a un cartel gigante, monstruoso, con su programa anunciado como una estrella. Que en ese momento, se habría lanzado a una alcantarilla que estaba abierta. Que habría rasgado sus brazos con un lápiz. Que dejó que las ratas lo devoraban.)
Me pareció interesante la historia, aunque estaba fundada en especulaciones, y nadie tenía claro nada sobre ese Rey Midas con traje de vagabundo. A mí me servían todas esas cosas, al menos, para alejar la dictadura del recuerdo que ella tenía impuesta sobre mis neuronas. Sobre cada una de mis neuronas.
Y es que siempre se aparecía, empeñada, siempre obcecada y terca, blanca, con sus cabellos largos y sus manos perfectas, y su alma prístina y su incandescente voz. En cada cosa y en cada paso. En toda clase de gentes y en los estantes y en mis libros. Ella salía de todas las cosas como nada, como si fuese parte de todas ellas, y perteneciera a todos los espacios, llenándolos con su etérea presencia hasta colmarlos.
Con los años, me fui acostumbrando a la idea de no volver a verla. Comencé sin darme cuenta a olvidar su voz, esas manos perfectas, incluso su rostro. Pero como suele ocurrir en la vida, fuera de todos nuestros pronósticos y fuera de todo lo que creemos, apareció, una vez más por mi vida, unos minutos.
Fue mientras paseaba por el centro de la ciudad. Compraba frutas, al tiempo que creía sentirme como don Corleone algunos segundos antes que los esbirros de la familia Tataglia le descerrajaran cuatro tiros en el pecho. Olía cada fruta, con fascinación subterránea, de provincia, eligiendo tal o cual pera, o esta u otra manzana, y entonces apareció ella, justo frente a mí, erguida, blanca, con la luz de toda la ciudad pegada en sus ojos, que salen brillando desde cualquier tienda como si todo el mundo fuera de sus ojos, cual flujo constante que de mí solo paría para terminar de morir lejos de sus llantos. Traté de respirar. Intenté en ciertos segundos recobrar el aliento. No me esforcé ni mucho menos, claro está, pero lo intenté. Las cosquillas en el vientre me hicieron creer en ese instante de huída que aún conservaba los sueños. Deseaba no perder la costumbre. Claro que cuando se acercó, tan desafiante y tan perramente soberbia, el discurso de bienvenida que había preparado junto a mis noches de insomnio para tamaña ocasión, pasó sin demora a mejor vida. Olvidé en exactamente tres segundos, todas las palabras que le escupiría en la cara y que tardé años en estructurar. Ella no dejaba de mirarme, no despegaba sus ojos de los míos. En cierto momento, la intensidad llegó a tal extremo que pensé que debajo de su abrigo traía un puñal o un revólver. Sólo respiré cuando me detuve en sus pasos calmos, y en cómo ambos picábamos piedras sobre nuestros puentes, para comenzar a derribar aquellos muros que alguna vez plantamos. Me destrocé pensando en cuánto tiempo había pasado desde que la dejara un día cualquiera en el aeropuerto, con la promesa absurda que era un viaje de rutina, que la próxima semana estaríamos cenando nuevamente, como acostumbrábamos, y en cuán ajado se hallaba su rostro, y en cómo las penas transitaban por cada recoveco de su piel, marchitándole esa frescura que adoraba, hasta dejarle a uno la sensación de estar frente a una puta o a una sinvergüenza. Pero el tema es que era ella, de todos modos y en cualquier forma, era ella, y era desde ese momento, mucho más que cualquier otro instante inventado por mi alma, en las tardes infinitas en que lo único que hacía era transitar de un lado a otro esperando esto, que no era bajo ningún punto de vista lo que yo deseaba, pero que era en resumidas cuentas lo que había, lo que era aunque no lo deseara así, en esta forma. Nadie me informó que justo en el puesto de frutas, (el único puesto de frutas en el centro de la ciudad) nos toparíamos. Recuerdo que cerré los ojos, para percibir su aroma o el recuerdo de su aroma. Fue imposible llegar hasta ahí, y en aquel segundo, al abrirlos nuevamente, nos encontramos a menos de veinte centímetros de distancia, y tomó mis manos y besó mis dedos con la prolijidad que únicamente sus labios me podían regalar.
Es triste reconocerlo, pero lloré. Lloré como un niño angustiado en medio de un lamento inquieto, apenas visible dentro de la infinidad de emociones que cruzaron por mi cuerpo allí, de pie al lado del casero, con una bolsa a medio completar con tomates, y la mirada clavada en ese imposible, en el hecho tan fortuito e irrelevantemente fundamental que era tenerla a ella, otra vez, frente a mí, con el aire como única respuesta para todas las preguntas entre su cuerpo y el mío. Yo la abracé como se debiera abrazar a un muerto que partió hace mucho tiempo (Esto sí, y debo justificarlo, es solo presunción) y me estremecí sin miedo a que terminara corriéndome, que es lo que yo hubiese hecho.
Pasada la conmoción inicial, intenté respirando reincorporarme y decirle algo, cualquier cosa. Ella cerró mis labios con sus manos, aún perfectas. Me dijo que había vuelto, que sentía haber extraviado el camino. Yo le dije que no había vuelto, que simplemente nos habíamos encontrado. Que esta vez yo me atravesé en su camino, que llevaba curvas muy lejos del mío hace tiempo, hace mucho tiempo. Allí me fijé en cómo sus ojos demudaron, y en un esfuerzo normal y esperable, me besó. Yo me alejé un poco, esperando que en verdad regresara alguna vez, y le dije con pena:
- No vuelvas a besarme, tienes un aliento del carajo.
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