Maldita hipócrita. ¿Acaso esperás que las cosas mejoren? No, todo empeorará, siempre empeora. Tú sólo esperás a que eso suceda.
Esperás arrodillada en ese absurdo rincón;
acuclillada,
en penitencia.
Deteniendo el tiempo frente a ti.
No llega. Lo mejor no llega.
Esperás, esperás, esperás, pero no, no llega.
Llorá idiota.
Largá ese llanto verborrágico que asoma estruendosamente en el óvalo de tus ojos.
Llorá puta. Llorá.
Nadie vendrá a juntar tu llanto esta vez.
Nadie espera abajo para atraparte en la caída.
Nadie va a levantarte esta vez.
Llorá.
Derramá esas lágrimas de sal.
Dejá que se escurran por tu rostro empapándolo a su paso, volcándose en la comisura de tus labios.
Saboreá el salitre que tus cuencas rotas emanan.
Escúrrete junto a ellas, en el placer victorioso del dolor penetrante,
que esfuma tus sentidos,
que paraliza tus pensamientos,
que te hace una vez más,
invisible.
Una noche larga acecha entre las sombras.
Observá a tu alrededor. Estás sola.
Absolutamente sola.
La noche llega y no va a parar; arrasa con todo a su paso.
Tu cuerpo,
muñeca triste,
rota,
danza con el viento y se eleva.
Más alto,
más alto.
Muy alto.
El viento se detiene.
(La noche es traicionera)
Cae, muy fuerte,
muy rápido.
Demasiado rápido.
Cae en una vorágine imparcial hasta golpear el piso.
Muy rápido.
Como un cristal se quiebra en mil pedazos.
Resuenan en el suelo pequeños trocitos de ti.
Ahí estás, hecha añicos en el medio de la noche.
Y ahora querida, ¿quién por la mañana te recogerá?