Cuando nos damos cuenta que la línea tiempo y espacio no existe y si llegase a existir es más delgada que el tímpano de un oído sordo, ahí es donde abrimos bien los orificios de la nariz, para ver si no huele a azufre o a caldo de camarón. Lo vi en sus ojos, era ella.


Accidente, carretera a Pachuca, 3 de la mañana, me quede dormido, que mas podría haber hecho, si la discusión de una noche antes había durado toda la madrugada y todo el día siguiente. La botella ya vacía, mi cuerpo comenzando a pedir más alcohol y a la vez implorando por una cama. Mi mente pidiendo que me alejara de ella, me hacia mucho daño, solo ella sabia como doblarme, no me gustaba. Un pestañeo, una curva, pestañeo, curva, curva, precipicio, ¿cinturón de seguridad? No importa ya.


Graduación, los amigos, recuerdos, me presentan a Ricardo, el único que me puede aguantar la fiesta de tres días que entre nostalgias yo tomo. Le cuento sobre Gabriela, sobre el accidente, sobre como la noche me consumió por dentro, sobre como ya nunca iba a ser lo mismo. El me toma del cuello haciendo un ademan muy familiar, yo conocía ese ademan, coincidencias, coincidencias. Nos volveremos mejores amigos.


Tres años después o seis años antes, no importa ya, llevo cuatro días sin probar bocado alguno, la fiesta es interminable, interminable y divertida. Ricardo brinca por los prados entre la neblina, indicándome que lo acompañe, que brinque, que no me quede inmóvil por que algo podría salir mal. Yo corro lo alcanzo lo tumbo y dando vueltas entre sus brazos, lo vi en sus ojos, era ella.