TÍRATE
–¿Qué onda, eres frígida? –escuchó Marcela cuando un hombre lamía su clítoris desenfrenadamente.
Gustavo jamás habría sido capaz de pronunciar semejante frase sin las copas de vino que tomó, necesarias para soportar la densa noche.
Ambos se sentaron en uno de los grandes cojines que, esparcidos por el suelo, formaban un círculo de colores dispares. Aquel año nuevo tenía un sabor diferente: las velas iluminaban las paredes blancas y húmedas, difuminaban el humo de la marihuana; el vino congeniaba con esos empresarios tan admirados por Marcela, que llevaban a cabo su proyecto musical. Roberto, el cantante, y su banda, eran responsables de animar a los invitados.
Gustavo estaba incómodo, no entendía por qué a las doce no hubo abrazos ni champaña para festejar el año que acababa de inaugurarse. Por un momento pensó que no tenían dónde confirmar la hora; su hipótesis se derrumbó al notar que a su espalda había un enorme reloj mural, de un metro de largo aproximadamente, única muestra de opulencia en la casa luego del embargo que sufrieron sus moradores tras la quiebra de su empresa.
–Disculpen, ¿pueden tocar Olsen Olsen de Sigur Ros? –dijo Gustavo.
–Habló el mosca muerta –respondió el violinista.
Al instante se escucharon estentóreas risotadas de todos los asistentes. La más destartalada del grupo, sin duda, era Anaís, la mujer del guitarrista. Aquella mujer había observado a Gustavo desde que entró al salón, divertida por la curiosa mezcla de huaso y pokemón.
-Sigur Ros nos encanta, es progresivo como tú y además utilizan el esoterismo pitagórico a la perfección –Anaís terminó de hablar con una leve risa, pues parecía tener conciencia de la putrefacción en su boca, esa mezcla de pene con cigarro y vino que obligó a Gustavo a cambiarse de puesto al lado de su jefa, Marcela.
Marcela era dueña, administradora y vendedora de una pequeña empresa de confecciones de ropa interior llamada Noré. Gustavo era uno de sus vendedores.
Muchas veces trabajaban en la misma sala y compartían cada una de las tareas, hasta el punto de sentirse una compañera más de aquel hombre; cuando esto se le hacía difícil de tolerar, su comportamiento hacia él trocaba a la más profunda indiferencia. En esos momentos lo único que hacía era mirar su camisa roja desteñida, fijarse en los detalles absurdos de la corbata negra y grande, tan poco adecuada para un hombre de 25 años. Las singeristas decían que ellos se gustaban. Las planchadoras opinaban que era mentira. Así, podían estar horas debatiendo sobre el tema mientras sacaban la producción de colaléss y sostenes deportivos.
Marcela quería apartarse de Gustavo, el acompañante de esta oportunidad. La música lenta, melancólica, la hizo recordar que hace dos horas no quería entrar al departamento de sus amigos con él, menos estar sentada durante toda la celebración a su lado; le daba miedo que se detuvieran en la horrible corbata que no consiguió arrancarle del cuello, pues era la única que tenía. No hubiera sido capaz de soportar las burlas. Si ni siquiera levantó la cabeza cuando Roberto, uno de los dueños de casa, abrió la puerta para recibirla. Es por eso que tenía que tomar una decisión, era el momento de cambiarse de lugar, pero la canción se vio interrumpida por los ruidos de un guitarrazo.
El guitarrista azotaba a Anaís.
–¡No…. No me toques! –gritaba ella cuando la música volvió a sonar.
–Toquemos tírate –se escuchó mientras Marcela bebía otro sorbo.
–No, a Los Tres no –dijo Anaís, que apenas se pudo parar.– Saludemos a los novios, el violinista y el guitarrista, los hermanos del año –terminó de decir.
Los hermanos se dieron un largo beso, se tocaron los glúteos, se los apretaron hasta quedar jadeando. En ese instante Marcela borró la sonrisa falsa de la cara. Los hermanos invitaron a Anaís y como si fuera algo habitual se sumaron los demás empresarios.
– ¡Feliz año nuevo! –gritó Roberto y siguieron tocándose.
Llamaron a Gustavo. Se acercó con miedo.
Marcela veía cómo las paredes blancas se transformaban en oscuras siluetas ansiosas de seguir jugando. No quería mirar directamente, le daba asco, pero en ese grupo estaba el niño que había deseado desde cuando llegó a la empresa.
–Señora, venga –dijo su niño y no dudo estar en sus brazos, que podía hacer, ella presentía que tendría por primera vez un orgasmo con un hombre y no podía dejar pasar la oportunidad. Su cuerpo ardía al sentir sus manos en la entrepierna y cuando se acercaba a los labios, ya se había olvidado del resto, sólo importaba el cuerpo blanco y blando de su empleado, no hallaba la hora que se bajara los pantalones y la penetrara.
Cuando sintió algo más blando que duro intentando entrar a su cuerpo, creyó que era ella la del problema. Gustavo quiso entrar muchas veces pero no pudo, y es por eso que al lamer su vagina todos escucharon:
-¿Que onda, eres frígida?
Roberto recordó que también le había pasado eso con ella y dijo, burlándose:
–Pero si ésta es más seca que el desierto de Atacama –la gente se detuvo a mirarla; la encontraban vieja, enferma, patética.
Unos cuantos minutos después iba rumbo a su casa, desecha. Eran las seis de la mañana de un Año Nuevo. Allí la esperaba una película porno y su consolador verde, desde ahora llamado Gustavo.
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