La Casa del Mouro
Está bien poner las cosas en su sitio y si viene al caso, admitir lo que te viene encima. Pero hay matices: hay cosas que parecen, pero aunque las apariencias sean incuestionables, la realidad puede ser muy diferente. Vale que, en momentos, puedas llegar a sentirse “inútil” por algo hecho con una intención, te sale contrario a lo que esperabas; incluso tan mal, que hasta parezca con la intención de demostrar la habilidad que se tiene para ser totalmente inútil. Pero, normalmente, las cosas no son así y cuando suceden, no dejan de ser accidentes o meras casualidades. Y poniendo las cosas en su sitio, no se debe admitir a la primera, un “sambenito de mercachifle” como el de aquel don nadie de la entrevista de trabajo.
Las ataduras tejidas por mi padre al redactar el testamento e impedir la posibilidad de disponer de la herencia, como debiera corresponder a herederos adultos, libres, autónomos y suficientes, me di cuenta de que, aquella sensación de melancolía y pena que expresaba al mirarme, no eran achaques de la edad ni sentida ausencia de mi madre; no, su melancolía era una forma callada y triste de transmitir su pesar, quizá de no haber conseguido otra cosa, otras posibilidades de formación y preparación, para nosotros. Mi padre murió orgulloso de sus antepasados, de su carrera militar y de sus logros profesionales y sociales, pero se fue con mucha pena de no dejar una descendencia acorde a la trayectoria familiar de su apellido y eso, no supo o no quiso explicarlo de palabra; lo hizo en los últimos meses de su vida con su actitud silenciosa y cansina y aquellas miradas profundas y sin otro gesto que la tristeza y quizá la pregunta del ¿por qué? en el fondo de su pensamiento. Mis sospechas se confirmaron al conocer el testamento y a pesar del aturdimiento que se siente en ese momento, hice el propósito de tomar el testigo de la responsabilidad que representa llevar los logros y honores de los antepasados, a las generaciones que a nos sucedan. A partir de aquel momento, actuaría con madurez y responsabilidad, como hubiera hecho mi padre. Hasta entonces, quizá había sido un “viva la virgen” indolente y despreocupado pero aquello, tan solo era por una falta de estímulos y ahora, ya había otros motivos.
La vida enseña cosas que no están en los libros y no siempre, lo que te reclama la familia y la sociedad en la que te desenvuelves, es lo más adecuado. Está bien, que te machaquen con que las cosas tienen que seguir un orden y sólo ése, es el camino correcto. Lo que establece y aconseja la sociedad y la familia, seguramente es lo más adecuado para que el sistema funcione correctamente, pero también hay otros caminos y si se encuentra la vía apropiada, quizá proporcionen una vida más intensa, más cómoda, más placentera y desde luego, mucho más atractiva.
Siempre tengo como referencia los recuerdos de verano que, hasta aprox. los 16 años pasaba con mis tíos en la Cordillera Cantábrica, en aquella casona del paraíso.
Mis tíos, lo son por parentesco cercano de mi padre con el propietario de la casa. Ambos tienen en común el apellido Refreita; se llama Baltasar Antonio Refreita del Mouro, aunque todos lo conocen por Antón del Mouro. Se dedica al ganado de carnes en una explotación familiar, con más de cien animales entre terneros, vacas y toros (algunos como elefantes y de más de mil kilos, que empleaban de sementales), algunos caballos y más de diez perros de raza, entrenados para la caza.
La casa, a la se conoce como “la Casona del Mouro”, es un destartalado palacete-castillo de reminiscencia medieval por su torre almenada y su iglesia, que domina una porción importante del valle, en un paraje natural con prados, tierras de cultivo, un río no muy caudaloso pero con abundancia de truchas y, en una de las laderas, un frondoso bosque de árboles enormes al que íbamos muchas tardes con intención de cazar pájaros. Se llegaba a la Casona, por un calzada empedrada y suficientemente ancha, para que se cruzaran sin dificultad dos autobuses y con cerramiento, a cada lado, de muros de piedra y una prolongada fila de árboles claros, gruesos de tronco, copa achatada, ramaje espeso y horizontal y grandes hojas, que cubrían de sombra todo el recorrido.
Me trasladaban en coche, pero soñaba una entrada a caballo, con traqueteo de cascos sobre el empedrado y seguido de una compañía de guerreros. Así debió suceder alguna vez, porque el nombre de Mouro, le viene de haber sido habitada o construida por algún Jefe Moro, antes de la Reconquista, según la leyenda popular. Al fondo y ya cerca de la casa, los muros se abren en un amplio abrazo que bordea las distintas edificaciones, delimitando mediante arbolado y cultivos de jardín, una serie de zonas para disfrute y esparcimiento. Tanto el camino de acceso como el vallado del recinto de edificaciones, era una zona no transitada por animales, salvo las puertas de acceso a los establos, situados en la planta baja.
La casona central y que daba carácter al conjunto, era una construcción en piedra, sólida y distribuida de forma rectangular, con un gran patio-corral, al que asomaban corredores con balaustrada de madera y en el que, durante el día, siempre había gran trajín de gentes y animales. En ese patio, se “cubrían las vacas en celo” por toros de tamaño desproporcionado en peso y dimensiones. Ataban a la vaca por la cabeza, a un poste de madera muy grueso clavado en el suelo e ideado para ese cometido, por las empalizadas situadas a cada lateral que impedían moverse al animal y, una vez bien sujeta, aparecía el semental con aspecto tranquilo y manejado con delicadeza, por el cuidador que lo dirigía y dominaba, únicamente a través de indicaciones de voz, como conversación pausada y amistosa y asiendo con firmeza, la correa sujeta, de una parte a la cornamenta y de otra, a la anilla enterrada en los orificios de la nariz del animal.
Una vez el toro en la parte trasera de la vaca, la olía varias veces y a menudo, acompasaba con suaves y prolongados lengüetazos, al tiempo de levantar la cabeza y realizar graciosos gestos de nariz, como sonrisa burlona, chulesca y simulando brindis de faena al auditorio, al mover el hocico hacia los lados. Este juego de olfateo y cata degustativa de los fluidos de la vaca, en pocos segundos lo colocaban en posición de ataque y en una embestida bestial en potencia y rapidez, se colocaba encima de la vaca introduciéndole un vergajo del tamaño de un bastón de jubilado, aunque de más grosor en la base del vientre.
El acto de cubrir la vaca, a veces representaba dificultades a partir de la segunda sesión. Un mismo semental, solía atender dos o tres vacas cada día, espaciando algunas horas entre una y otra. A cada vaca, por término medio, se le permitían dos satisfacciones, que recibían de muy buen grado aunque no se les permitía mirar ni recrearse con las caricias de lengua ni otros contactos. Para el segundo acto, el toro casi siempre necesitaba del cuidador para dirigir su miembro a la vagina de la vaca. No eran problemas de enfoque, de ganas o de que la vaca hiciera movimientos de rechazo; faltaba y actuaba a medio gas, ninguneando en intentos desenfocados como un boxeador a punto de caer por k.o. técnico. El acto del toro encima de la vaca, apenas dura unos segundos y resulta chocante que no quede aplastada por una mole de tanto peso. Cuando el toro se apea, quedan tranquilos los tres: la vaca, que ya no se nota inquieta, ni realiza movimientos de satisfacción o reproche; el toro, que ha perdido toda la agresividad y se entrega amistoso al cuidador y con paso tranquilo, de nuevo sigue sus pasos y éste, por ultimo, en un acto de colaboración tan íntima, que se le nota a gusto y confraternizado con el animal.
|