A la vera del Mediterráneo para San Valentín.
A un Valentín santo se invoca cada 14 de febrero y se desconoce la identidad exacta de quien merece honores por ejemplo de amor y enamoramiento cual es razón de fiesta a día de la fecha. A un Valentín que, una vez más, aparecerá en plazas y mercados, impreso, en escaparates de barrio, naves de centro comercial o surtiendo los oportunos efectos del impacto televisivo que ha poco lograron juguetes, colonias y otros abalorios. Un Valentín patente pero no con estatura y volúmenes, no con contornos y masa, no con silueta de humanidad reconocible, sino materializado en óbolo cuyo coste, dicen las estadísticas, queda a cargo, mayoritariamente, del bolsillo masculino.
Sucede pues que las industrias y bazares bullen, bufan vapor como locomotora de carbón redimida de un museo, laten hipertensas y parecen a punto de colapso: multiplican sus productos y exigen a los voceros especialistas en propagar la noticia de la oferta del amor reconocido prestos a convertir en oro lo que nunca debería suponer una cuestión crematística.
Es el milagro de los corazones y la plata.
Así pues, don Valentín, santo de título, oficio o pantomima, salga del armario de la impostura y explíquelo clarito:
El amor nada tiene que ver con una compra hecha a tiempo. El amor, el de verdad, es flujo vital que se apura como el mejor licor, en la consciencia y en la inconsciencia, y que se comparte.
Sangre con la sangre y razón con la razón.
Sin precio.
De todos los días.
Represéntese en un corazón, en una rosa, en las formas artísticas de Eros o Cupido o mediante el icono que se prefiera.
O no.
Eso es todo.
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