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Inicio / Cuenteros Locales / AnaAlonso / LA RESURRECCION DE LA CARNE

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Pese a que siguieron llegando a cuentagotas cadáveres de personas sin memoria con autopsias sin hallazgos, nadie interrogó, pidió explicaciones, interpeló. Yo esperaba que sucediera algo. Pero no fue así. Ningún familiar, ningún médico, ninguna autoridad sanitaria se interesó por la causa de muerte de esos seres a los que les fueron borrados los recuerdos. Alguien apretó la tecla “eliminar” y sus cerebros quedaron tan blancos como pantallas. ¿Por qué este silencio? ¿Es que el mundo entero se había vuelto amnésico? Traté de no pensar en ello. Era viernes y estaba deseando que llegara el momento de irme a casa, pero no iba a ser tan fácil.
A las tres menos cuarto de la tarde, cuando estaba a punto de salir, vestida de calle y con el ordenador apagado, apareció un celador con una pierna en las manos. La traía bien cubierta, envuelta en unos paños verdes, de los que usan en los quirófanos para ocultar a los pacientes que van a ser operados. El celador se quedó desconcertado cuando le dije que no podía entregarla sin un documento firmado por su dueño que especifique que hacer con el excedente, después de realizados los estudios que procedan.
Más tarde pude saber que una enfermera advirtió al enfermo que decidiera si la pierna, aún en su sitio, debía ser enterrada o incinerada una vez extirpada. Al parecer, cuando, con el ánimo de ayudarle y quizás en un exceso de celo, la enfermera añadió que algunas funerarias incluían en sus pólizas de seguros la inhumación de extremidades amputadas a cualquiera de sus titulares, por si se trataba de una de esas personas que invierten toda una vida pagando un entierro que nunca llega y mientras más tiempo transcurre menos amortizan su dinero, el paciente no hizo honor a su nombre, perdió el control y le gritó que se fuera a paseo, que si le estaba tomando el pelo. La enfermera, con buen criterio, pensó que para esto no le pagaban y pasó del tema.
El celador miró el reloj con nerviosismo. “¿Y ahora que hago yo?”, dijo, mirando la pierna. “Pues vuelva a llevarla al quirófano”. “Es que ahí ya no habrá nadie”. Cualquiera pensaría que somos personas insensibles pero no es así, es que hemos sufrido mucho con este tema. Si te ablandas y te quedas con la pierna, prácticamente es para siempre. Ya nadie quiere saber nada, el paciente se va de alta, si le llamas te dice que no está para bromas. Tú tienes que cumplir la ley y sin la autorización del paciente no hay forma de desprenderte de ella. Y no es como otras partes del cuerpo, que puedes guardar en frascos con formol o en el arcón congelador del banco de tejidos, es que no cabe en ningún sitio.
Nada de esto hubiera pasado si se cumplieran los horarios, se hubiera subsanado el fallo a tiempo, pero eso nunca sucede. Como siempre, la intervención había comenzado más tarde de lo previsto. Todos sabemos que, aunque en el parte de quirófano figure como hora de inicio, pongamos como ejemplo, las ocho de la mañana, entre que llegan los cirujanos después de celebrar sus sesiones, se toman un café, pierden un cuarto de hora frotándose las manos con un cepillo y un desinfectante aunque luego se pongan guantes estériles, y charlan de sus cosas, es imposible empezar a la hora prevista.
Mientras tanto las instrumentistas preparan el quirófano. Extienden paños verdes sobre los carros metálicos y ordenan el material quirúrgico. Cuando la intervención es, como ésta, de traumatología, la mesa parece el mostrador de una ferretería. Sierras, martillos, escoplos, clavos, limas y grapadoras se mezclan con las gasas, compresas e hilos de sutura habituales. Después colocan al paciente, afortunadamente dormido o al menos bajo el efecto de un sedante, sobre una mesa de acero, bajo la luz cegadora de un sol artificial. Lo sé muy bien ya que, cuando me operaron de apendicitis, desperté de la anestesia soñando que estaba tumbada en una playa, parecida a las que salían en una serie en la tele de Hawai, con un calorcito muy agradable sobre el vientre y una piña colada en la mano. No lo he olvidado porque los sueños siempre nos intentan decir algo.
El celador, cada vez más alterado, se había abrazado a la pierna y parecía plantearse la posibilidad de salir corriendo y meterla en el maletero de su coche. Seguramente su familia estaba esperando, quizás había quedado a comer en casa de los suegros, o pensaba ir el fin de semana al pueblo. Me compadecí de él y le dije que la dejara sobre el mostrador de registro mientras yo llamaba por teléfono al jefe de guardia.
El trabajo de un jefe de guardia normalmente consiste en resolver qué hacer con los enfermos apiñados en camillas en el servicio de urgencias por falta de camas, o llamar a la policía cuando alguno con una copa de más monta un alboroto, pero de normas sobre piernas no sabía nada. No puedo reprochárselo. Yo tampoco estaba enterada hasta que una monja reclamó la suya para enterrarla en camposanto cuando ya la habíamos enviado al horno crematorio. Como era monja, nos perdonó y no interpuso denuncia. Menos mal, porque si no, se nos cae el pelo. De verdad, no puedo entender que alguien quiera ir al cementerio arrastrando una pierna postiza para rezar o llevarle flores a la auténtica.
El jefe de guardia no comprendía el problema. Tuve que explicárselo varias veces. Comprendo que es difícil admitir que los brazos y las piernas tengan legalmente carácter de persona. Yo pienso que fueron presiones eclesiásticas, de cuando la resurrección de los cuerpos era dogma, es solo una suposición, y luego pasó lo de siempre. Se redactó un decreto, se publicó en el BOE y ahí quedó, como tantas otras instrucciones absurdas, en el olvido del tiempo, sin imaginar sus incómodas consecuencias. A favor del autor debo aclarar que, al menos, tuvo el detalle de especificar que el procedimiento sólo sería necesario cuando se tratara de la extremidad completa.
Cualquier ley precisa que el desconocimiento de la misma no exime de la responsabilidad de su cumplimiento. Pero ¿puede alguien imaginar algo parecido? Debe ser por eso que, cuando te citan a declarar en un juzgado, aunque sea como testigo, vas asustado, te sientes culpable. No sabes de qué, pero culpable.
El jefe de guardia dijo que intentaría conseguir el permiso. Mientras esperábamos, el celador a un lado del mostrador, yo al otro, la pierna en medio, me dio por meditar sobre qué parte de tu cuerpo te define, qué es imprescindible y qué accesorio. Creo que fue porque eran las cuatro menos cuarto y sentía un agujero en el estómago. En el pequeño núcleo de la célula más inútil, pensé, en un trozo insignificante de ADN, estamos representados. Ahí habitan en potencia nuestros pulmones, hígado, corazón, cerebro, y también nuestro aspecto externo, nuestra inteligencia, nuestro mal o buen genio. Y no sólo como un ser individual, sino también en número infinito, sólo hay que copiar y pegar, copiar y pegar cuantas veces quieras. ¿Por qué entonces esta consideración a algo tan tosco como una pierna?
Mi cabeza seguía girando como una noria en torno a conjeturas, probablemente a causa de la hipoglucemia. Esa es la teoría, continué fantaseando como si impartiera una conferencia imaginada, porque en la práctica no existen dos seres iguales. Pueden nacer idénticos. Sucede en algunos embarazos múltiples o en la producción de clones, pero pronto se diferencian. No sólo en pequeños detalles físicos consecuencia de mutaciones o factores ambientales, un lunar, un par de centímetros de altura, el tono de la piel, sino sobre todo por sus recuerdos, el olor de la panadería de una tía, una caricia de tu madre, una humillación en la escuela, tantas sensaciones, vivencias que el cerebro almacena en su base de datos, y luego controla, libera a su aire. El auditorio virtual estaba a punto de estallar en aplausos. Normalmente cuando hablas de cosas fundamentadas, la gente se duerme. Estas ideas seguramente me venían a la mente por influencia de los casos de esos seres que dejaban de existir en el momento en que alguien o algo vaciaba sus archivos sin que nadie quisiera saber nada.
Mientras yo me entretenía, por hacer tiempo, con estas elucubraciones, el celador pasaba por distintos estados de ánimo que variaban de la resignación al enfado, y de ahí a la desesperación. Al cabo de, al menos, media hora más, se personó un administrativo y nos entregó el permiso de incineración rubricado por un cuñado del paciente. Aunque las normas al respecto son muy estrictas, dicen que tiene que ser el interesado, y si no está en uso de sus facultades un familiar de primer grado, hicimos la vista gorda. Casi nunca es posible cumplirlas, lo normal es que sea un primo o un vecino quienes firmen, da igual el papel de qué se trate, es la costumbre. Y estábamos muertos de hambre. Guardé la pierna en la nevera hasta el lunes, y nos despedimos, el celador y yo, me refiero.
Aquella noche tuve una pesadilla horrible. Corría por un túnel enfangado perseguida por un ejército de miembros desarticulados y cuerpos sin extremidades, cuyos rostros eran todos réplica del famoso cadáver de los dedos amputados. Me desperté sobresaltada. Mientras secaba el sudor de mi cuerpo con las sábanas, tuve una revelación: tenía que mover pieza, investigar por mi cuenta, encontrar una explicación. Para llevar adelante mi plan, lo primero era encontrar al policía de la brigada científica. Y sabía como hacerlo. En un cajón de mi despacho guardaba el recibí que firmó cuando le entregué los dedos con su identificación. Me sentí aliviada. Los sueños nunca fallan, pensé, y volví a dormirme.


Texto agregado el 12-02-2008, y leído por 447 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
17-02-2008 La realidad supera a la ficción, como tan bien nos descubres. Novela negra pura y dura. Besos. leante
15-02-2008 Estás bien documentada. Buena narración. 5* _Rosi
 
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