PUERTO RICO (4)
Ponce es la segunda ciudad en importancia de Puerto Rico, (Puegto Gico) que diría un isleño. ¿Se colaría algún francés guapetón en alguna de las carabelas que arribaron a la isla? Tuvo que ser muy persuasivo porque les dejó a todos la g en lugar de la r.
En la programación de mis amigos, Ponce era visita obligada para mi segundo día de estancia.
Desayuno “de madre”, como diría Rodri…: Pan al estilo español, cocido en su propio horno, jamón serrano y un par de huevos por cabeza para aguantar hasta la hora del almuerzo, además, café con leche y zumo o jugo de “china”, de naranja; allí les llaman “chinas” a las naranjas, seguramente por su procedencia original de China.
Jamás había oído rugir a un jaguar hasta que subí en el coche de Rodrigo. Tiene garra el carro inglés.
Montados en él llegamos a Ponce, visitamos en primer lugar unos grandes almacenes de electrónica e informática por ver si comprábamos un enchufe o clavija que tuviese entrada de tipo europeo y salida americana, no tenía modo de cargar las baterías de mis dos cámaras con las europeas.
Por calles más estrechas cuanto más hacia el centro de la ciudad nos dirigíamos, flanqueados por edificios de construcción moderna mezclados con antiguos de tipo colonial, fuimos conociendo la ciudad.
Me llama la atención una escultura en que una figura masculina de raza negra enfrenta el viento con las cadenas que sujetaban muñecas y tobillos rotas, todo un símbolo del pueblo, mulato en su mayoría, que lleva sangre de aquellos que derramaran tanta entre cafetales y otras plantaciones, sometidos a esclavitud por unos pocos colonos blancos.
Allá se dio la mezcla de ambas razas en mayor medida que en América del Norte y de ella han derivado generaciones que heredaron lo mejor de cada una en lo intelectual y en lo físico. Puedo constatarlo y Rodrigo también, que, aunque vive allí, es guatemalteco de nacimiento y catalán de sangre, a la postre, un español en el Caribe.
Certificamos la belleza de las mulatas puertorriqueñas. Tal parece que Dios, en su afán perfeccionista, no satisfecho totalmente de las cuatro razas puras que creara, sublimó su obra en esa pequeña “Isla del Encanto”, así llamada tal vez porque quedó encantado con los retoques que dio a su obra femenina.
En los hombres no nos fijamos tanto, vaya la verdad por delante, dábamos por hecho que a tales madres, tales hijos.
Esas mulatas de muslos torneados y firmes como columnas dóricas, de cintura leve y pecho generoso rematado en un cuello delicado, cara con rasgos redondeados y suaves y unos ojos rasgados como gacelas, siempre alertas por el posible ataque de algún depredador y que, mirando de frente, cubre su vista perfecta y detalladamente los ciento ochenta grados, dan la impresión de que sin mirarte, ven que las miras y admiras, provocando nuestra mirada una elasticidad en sus movimientos instintiva que las hace aún más seductoras.
Mi amigo sabe de eso, se casó con una, Tana, de la que se hizo novio en España siendo ambos estudiantes de medicina.
Un día más en el Paraíso.
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