Serían las 2130 hs cuando bajé por las escaleras del subterráneo, dispuesto a retornar a casa. Me instalé en una banca del andén a esperar la llegada del tren. Como era habitual, a esa hora, un gentío se desorganizaba en la plataforma. El cansancio me había acorralado definitivamente, acomodé el bolso a mi lado y mientras cerraba los ojos comencé a rotar mi cuello buscando descontracturarlo. Un ruido de chisporroteo me detuvo, las luces del lugar se habían apagado por completo y las de emergencia pugnaban por encender. Inmediatamente adiviné que nadie había quedado en el sitio. Dos focos encendidos proyectaban una penumbra vacía, indiferente, que ni siquiera permitía atisbar el andén contrario. La luz bajo la cual estaba sentado tenía una lucha desigual con la constancia, parpadeaba sin estabilizarse o elegir una forma de acción concreta. Tras la sorpresa inicial, busqué el bolso y me dispuse a salir, fue entonces cuando escuché los pasos retumbando en el túnel. Quedé atento a cualquier movimiento que la penumbra desnudara, pero por algún segundo sólo pude percibir el ruido de ese andar sereno, el golpeteo de lo que supuse serían zapatos con suela y taco corto, avanzando sobre los baldosones. Explotaban en el eco y se superponían con el caminar haciendo un ritmo desproporcionado. Por el túnel del subterráneo corrió una ráfaga de brisa fresca, algo que simplemente puede producir el avance del tren en la vía, empujando en el aparente vacío un aire que lleva años atrapado sin atisbo alguno de salida, condenado a vagar con el olor a humo, hollín, muerte, por eso, tal vez, ese frío. Sin embargo, ningún tren llegó a las plataformas, mi absurdo intento de concentrar la atención a los pasos se había distraído en otros detalles y ahora advertía que el andar se encaminaba directo hacia mí. Cuando reaccioné, pude ver la figura de un hombre con sombrero y piloto oscuro que me escrutaba a pocos metros. Era alto, flaco, tenía un cigarro apagado entre los labios, rostro indefinido, la propia falta de claridad lo hacía así. Llevaba una mano en el bolsillo y la otra jugaba con una moneda que deslizaba entre los dedos largos y huesudos. No había dudas venía por mí, entendí que todo aquello, el corte de energía, la ausencia de gente, el tren que no llegaba, fue armado por él para atraparme sin escándalo. Entonces habló, su voz no era tan áspera como imaginaba, pero sonaba cansada, no vieja, sino similar a alguien que tiene la boca entumecida y apenas puede mover los labios. "En este lugar los dos no podemos estar vivos, ¿comprendés?" Dijo la frase y al terminarla ya estaba sobre mí. Repentinamente sacó la mano del bolsillo empuñando una cuarenta y cinco que colocó en medio de mi frente: "Llegó el momento de saberlo, ¿no?," me dijo. Contuve la respiración, el caño helado empezaba a celar la llegada de la bala. Abrí los ojos, el andén estaba lleno de gente, el aire empujado por el tren que arribaba lento era cada vez mas tibio. Tomé el bolso, no había nadie con sombrero, subí al vagón empujando y quedé de cara al vidrio de la puerta, observando la plataforma ahora sí vacía, con las luces a pleno. Aún en la frente sentía el caño; el tren se hundió en el túnel oscuro.
Sé que en algún laberinto volveré a cruzarlo como amigo, enemigo, víctima o victimario, para saber cuál de los dos no puede estar vivo al mismo tiempo.
El hombre despierta sobresaltado, observa el reloj que marca las 21.35, su sombrero a los pies de la cama, el impermeable negro sobre la silla, sonríe recordando el sueño del muchacho en el andén y vuelve a dormir.
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