Quizá todos días, segundos, minutos, o simplemente momentos, ocurren para enseñarnos algo. Pero hay momentos, que solo escapan al razonamiento humano. Esos instantes en que todo se torna blanco, que solo hay una conexión por medio de miradas, música o palabras.
Esos momentos son los que se aprecian, los que tienen mucho valor y no tienen repetición. Se disfrutan en el preciso segundo en que ocurren, o quizá uno no se detiene a observar la belleza de ese mismo segundo.
Los problemas ocurren cuando esos momentos acaban, cuando la línea de la costumbre se ha trazado en nuestra vida. Es lo grave, es lo oscuro. Allí uno ambiciona el amor de alguien, de una mujer que quizá hace años lo olvidó, la comprensión de ese amigo como el que solo hay uno, la naturaleza de su vida, algo. En ese momento uno prende el grabador y por allí suena “Tendré los ojos muy lejos, y un cigarrillo en la boca...”. Esa situación tan tensa, tan triste, que uno jamás pensaba vivir con tan pocos años de vida, ese éxodo a vivir, a entender que las cosas que se fueron no volverán nunca. Se recordarán, se paladearán, pero no volverán. Los lugares de antes ya no son los de antes. Mi vida ya no es la de antes.
Me miró en el espejo, solo veo harapos de lo que fui. Ya hasta el amor me cuesta entregar. Y las cosas se alejan...
Mi cuerpo, mi visión, mi noche, mi inspiración, no es igual, no, no es igual. Quizá si estuviéramos unidos hubiera sido mejor. Las cosas, los objetos, la caña de pescar, el fútbol, la música, las lágrimas, las aventuras, los silencios, las confesiones, la bicicleta, se tiran y se olvidan empolvados en el cajón de la nada.
Yo entiendo, la vida pasa, pero ¿Qué pasa con todo el mundo? ¿Por qué nadie me entiende? ¿Por qué nadie se entiende? Y seguís rodando por la escalera en círculos, por más larga que sea siempre se llega al mismo punto, el encuentro con uno mismo. Vas a llorar, vas a reír, vas a sufrir, para luego llegar al camino de la eterna felicidad.