Era Julio, la nieve caía copiosamente por mi ventana. Yo miraba mientras los copos volaban desesperados hacia el suelo. Miré a mi alrededor y observé que estaba solo, completamente solo. Tomé mi abrigo y salí a caminar.
Caminé por esos lugares, que cuando era chico solía recorrer junto a mis amigos. ¡Todo es tan distinto ahora! Las casas, la gente, los árboles, mi vida, todo distinto. Caminé solo con la esperanza de encontrar algo de mi en esos bosques, en esas casas.
De repente vi a dos chicos que caminaban hablando de cosas que no entendía por el camino que sabíamos hacer juntos con mis viejos amigos. Los seguí y vi que se detuvieron en el mismo árbol en él que nos sabíamos juntar a charlar y planear cosas. Parecía que ellos no notaban mi presencia, pues estaba al lado de ellos y seguían hablando normalmente. De repente uno de ellos se da vuelta hacia donde estaba yo y noté que ellos no me veían. De todas maneras me corrí para que ellos pasaran. Me fui del bosque.
Camine hacia esas escaleras que tantos recuerdos me traían. Y allí estaba ella, tan callada, tan inquieta como siempre. Como para querer entender su mirada, deseé susurrarle al oído como me habían dolido esos años sin ella, esos largos 20 años. Me acerqué y ella me brindó esa hermosa sonrisa que tanto había añorado. Tomé su mano y caminamos por los senderos por los que nunca habíamos podido caminar. Le demostré esa música que tanto me había acompañado en esos años de espera. Ella comprendió todo. No hacían falta palabras para entenderse. Ella observó fijamente el bosque, y yo comprendí perfectamente lo que quería. Al llegar allí me mostró dos niños que hablaban y cantaban en el bosque, cantaban canciones revolucionarias, de amor, todo tipo de canciones. Al observar bien a los niños, note con asombro que uno de los niños era yo. Su sonrisa me hizo comprender todo.