Santiago, ubicuo en cada esquina, en cada semáforo, en cada rostro estupefacto, se va deshilando en la pitilla angosta de la carretera que, poco a poco, extingue todos los pasos y todos los recuerdos y nos introduce en ese celestial mundo oceánico de casas que levitan cerros encantados. Cerros con puertas y ventanas, para deslumbrarse con el mar que se introduce como una herradura de olas y sales.
El horizonte asombra: barcos que navegan sobre los edificios, surcando olas plateadas. Es, sin embargo, una ilusión de la loca perspectiva de Valparaíso, ciudad que tiene su propia geometría, magnificada en calles que se enroscan como reptiles milenarios sobre los lomos de los cerros.
Mar de risas y llanto, embarcadero de ilusiones y celoso monstruo de brazos gigantescos que, si lo quisiera, inundaría todos los sueños y todas esas construcciones mágicas que parecieran sostenerse a punta de leyendas y sortilegios.
Valparaíso, pronto los árboles te engullen a nuestros ojos y te quedas silente tras los promontorios, como una ciudad encantada que emerge de las aguas. Cual si fuese nuestra propia Atlántida...
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