Un niño, escondido bajo un puente, derrama su esencia por sus oscuras mejillas. Cae y moja el piso, mientras se confunden con la verdadera tormenta, la que cae fuera de sí.
Después de terminar de cumplir con su trabajo no permitido, y no guiado por la vocación. Al comprender como todos los días que no tiene donde caerse muerto. Al darse cuenta que la sociedad lo desaprueba, lo declara culpable de su propia suerte. Al percibir la lástima que guía a ocasionales transeuntes a dejarle una moneda. Como si esa generosidad ocasional y moral fuera lo que necesita para tener una vida plena, "normal".
Él no sabe, en la mas ignorante infancia, que su esencia es ser racional. Porque los actos que realiza no los piensa ni un segundo. Sabe que el mundo corre muy rápido, si lo alcanza puede atropellarlo. Atento. Espera. En guardia para luchar contra todo eso que le produce llanto.
Llora, y es libre. Porque no tuvo una madre que le dijera que llorar no es de hombre. Solo, con su verguenza y su dolor, llora. Porque el metal pecador del revólver le pesa en su pequeño cinturón. Porque lo hace sentirse más fuerte y poderoso. Casi un adulto independiente.
No sabe que está alienado, pero si entiende que está forzado a trabajar. No conoce proyectos, estrategias, solo actúa. Fueron otros lo que forjaron su destino de desafiliado. El mismo destino que comparte, que lo une al club de los que no pertenecen a ningun lado.
Está fuera de sí, de su ser como es que lo aprisiona.
No recuerda, no piensa, es casi un animal, un medio para otros.
En muchos lugares, en cualquier tiempo, en todos nosotros.
Este niño de traje, aquel de tacones y yo aquí, sentada en mi cama, perdiendo el tiempo como un burguesa.
Y ese inocente y desvirgado revolver que busca otra expiación que sane su ira.
¿Y lo que nos une? : el llanto, contra el cada vez mas indomable mundo.
iComo si esas lagrimas pudieran lavar tanta injusticia.
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