No sé si este sea un cuento infantil para que lo lean los mayores o un cuento de adultos para que lo lean los niños; como quiera que sea, aquí se los dejo con la esperanza de que, después de leerlo, ustedes, mis amigos, encuentren esa sonrisa que algún día hubieran perdido..
LA NIÑA QUE PERDIÓ SU SONRISA
A mi hija Laura que, al nacer y mostrarme
su carita risueña, me hizo descubrir que no
no hay nada más valioso en el mundo que
la sonrisa de un niño.
Laura era una niña feliz. Y sé que era feliz porque todas las mañanas, cuando su mamá se acercaba a su cama para despertarla, Laura abría los ojos y, al mismo tiempo, aparecía en su cara una sonrisa.
Pero no era una sonrisa así, como decir, simplemente una sonrisa. No, esta era una sonrisa alegre, optimista, radiante, luminosa; una sonrisa que llenaba de alegría y de luz hasta el último rincón de la casa en la que ella vivía.
¡Ah! era, además, una sonrisa contagiosa; porque ver sonreír a Laura y sonreír al instante era sencillamente inevitable.
Así pues, cuando Laura sonreía, sonreían también el papá de Laura, la mamá de Laura y hasta Toñita, la cocinera, la que conocía miles de recetas para preparar suculentos platillos que despertaban la gula del niño más inapetente.
Así se deslizaba la vida, plena de felicidad, en la casa de aquella familia.
Hasta que un día…
Cuando la mamá fue a despertar a Laura, entró en la recámara como lo hacía cada mañana, se acercó a la cama de la misma manera que acostumbraba, la movió suavemente como todos los días y Laura abrió los ojos.
En ese momento algo extraño sucedió.
La cara de Laura permaneció in-di-fe-ren-te.
¿¡Qué había pasado!?
¡Laura había perdido su sonrisa!
La mamá, extrañada al principio, asombrada después y francamente aterrorizada al final, lanzó un grito.
Al oírla, llegó el papá y, enterado de lo que ocurría, disimulando su preocupación, recorrió tres veces, de un lado a otro, la habitación, luego se detuvo, se tocó la barbilla con la mano derecha mientras apoyaba la izquierda en la cadera, y frunciendo el entrecejo, sentenció:
—Hay que tomar las medidas pertinentes del caso —que es lo que dicen las personas mayores cuando no encuentran qué hacer.
Al oír las voces, acudió también Toñita, la cocinera, la que hacía aquellas deliciosas galletas de múltiples sabores para las tardes de tertulia familiar y, juntos los tres, decidieron ponerse en acción de inmediato.
La mamá se dirigió a las oficinas del periódico local y ordenó poner en él un aviso que a la letra decía: “Se gratificará, sin averiguación alguna, a la persona que encuentre una sonrisa extraviada” y agregaba el domicilio postal, la dirección electrónica y los números telefónicos, incluido el celular.
El papá se comunicó de inmediato, vía internet, a Inglaterra y pidió que le mandaran al mejor detective que hubiera en Scotland Yard. Le enviaron a un tal Sherlock Holmes, el cual llegó rápidamente con su gorra y su gabardina a cuadros, una gran lupa y una flamante laptop -computadora portátil- con la que nunca había resuelto nada, pero que llevaba a todas partes para reforzar su prestigio de excelente investigador.
Y Toñita, la cocinera, la que deleitaba con exquisitos postres los paladares de los niños más exigentes, le prendió una veladora a San Judas Tadeo, abogado de las causas difíciles y desesperadas.
Y todo aquel plan comenzó a funcionar.
Empezaron a llegar llamadas telefónicas de gente que aseguraba haber visto por ahí, en algún lugar, una sonrisa extraviada y, por supuesto, reclamaban la recompensa.
Pero la sonrisa no aparecía.
El tal Sherlock Holmes interrogó ampliamente a toda la familia, almacenando esa información en su máquina computadora y, acto seguido, se dedicó a buscar concienzudamente, con su gran lupa, por toda la casa: en los rincones de los armarios, bajo las camas, detrás de las puertas, debajo de las alfombras y hasta en el bote de la basura, pues decía que, a veces, las cosas más valiosas iban a parar ahí, por descuido, revueltas con los desperdicios.
Pero la sonrisa no aparecía.
Y Toñita, la cocinera, la que batía aquel delicioso chocolate cuyo aroma convocaba en la cocina a todos los miembros de la familia, organizó una serie de misas, rosarios, triduos, novenas y jaculatorias.
Pero la sonrisa no aparecía.
En vista de lo cual:
La mamá revisó cuidadosamente el aviso del periódico para ver si había sido publicado tal como ella lo ordenara y, cuando vio que a la palabra “averiguación” no le habían puesto diéresis esos dos puntitos que ella creía hacían falta sobre la “u” para hacerla sonar, culpó al periódico, lo rompió en pedazos y lo quemó después.
El papá se comunicó nuevamente a Inglaterra para protestar por la ineptitud de aquel tal Sherlock Holmes que le habían enviado, y acudió a la Procuraduría del Consumidor en donde entabló una demanda, levantando un acta de diecisiete hojas, escritas por ambos lados, y varios renglones más.
Y Toñita, la cocinera, la que horneaba aquellos deliciosos pasteles de chocolate, vainilla, cajeta, fresa, almendras, pasas o nueces para las fiestas de cumpleaños, apagó bruscamente la veladora encendida y volteó al santo de cabeza.
Así estaban las cosas cuando llegó el abuelo.
Faltaban pocos días para el cumpleaños de Laura y el abuelo asistía, sin falta, a todas las celebraciones de la familia; permanecía con ellos hasta el día de la fiesta, en la que participaba con gran entusiasmo, y se despedía poco tiempo después.
En cuanto el abuelo entró a la casa se dio cuenta de que algo extraño ocurría. El ambiente era triste, lúgubre, sombrío.
Preguntó lo que pasaba y, entre suspiros, quejas y una que otra lagrimita, le contaron todo.
Cuando escuchó la historia, el abuelo sonrió; a pesar de su edad avanzada el abuelo conservaba todavía su sonrisa de niño; luego se arrellanó en su sillón favorito y con voz pausada y serena:
—Yo sé donde encontrar una sonrisa para Laura —aseguró.
Pidió que la llamaran.
Cuando la tuvo enfrente, la miró con ternura y le dijo.
—Las sonrisas, mi querida niña, son como pequeñas burbujitas que nacen dentro de nuestros corazones; ahí van creciendo, creciendo y creciendo, como los globos cuando se inflan con gas, hasta que no caben en el pecho y buscan salir; entonces empiezan a subir lentamente por la garganta, haciendo una cosquillita sabrosa; caminan, después, por encima de la lengua; se abren paso entre los dientes y aparecen en los labios. ¡Así! como esa sonrisa que tienes tú ahora.
En efecto.
¡Laura tenía, otra vez, una sonrisa!
Viendo el abuelo el gesto de sorprendida admiración de la familia; con un leve encogimiento de hombros, como quien resta importancia a un hecho, explicó:
—Todo es muy sencillo, basta con recordar que, cuando se pierde una sonrisa, sólo hay que buscar otra en el fondo de nuestros corazones.
Y se dirigió hacia la mesa, atraído por el provocativo aroma de la jarra de chocolate y por el apetitoso aspecto del exquisito pastel, preparados por Toñita, la cocinera.
Febrero, mes del amor y la amistad.
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