El verdugo
Cuentan que en el Valle, existió en un tiempo un verdugo manco. Nunca nadie supo como había perdido el brazo (no es aconsejable hablar con los verdugos). Sin embargo, a pesar de su impedimento, se complacía en realizar su tarea con envidiable eficiencia. Y decimos "se complacía" porque nunca existió otro verdugo más orgulloso de su trabajo.
Sucedió sin embargo un día, que se vio afectado por una extraña enfermedad que lo dejó postrado y debilitado en muy poco tiempo. La fuerza de su poderoso brazo, otrora amenazante y vigoroso, había desaparecido, dejándolo apenas capaz de sostener su hacha.
Durante los días que duró su enfermedad, el Verdugo supuso que la energía volvería a él una vez repuesto. Sin embargo descubrió al curarse que seguía careciendo de la fuerza necesaria para poder realizar su trabajo.
A pesar de este terrible conocimiento, no se negó a volver a trabajar y se lo vio llevando su hacha a la rastra, el día señalado.
Al subir al patíbulo, perfectamente ataviado con la negrura de su profesión, se dirigió a la víctima que lo esperaba como una ofrenda sobre un tronco. El blanco cuello y la delicadeza de la piel le demostraron que se trataba de una mujer de la alta sociedad, sin duda encontrada adúltera y enjuiciada. El cabello muy rojo, se derramaba sobre el tronco, de manera tal que no se podía observar el rostro de la mujer.
El viento mecía las puntas de ese cabello escarlata y lo enredaba como previendo que pronto estaría cubierto de la sangre, igualmente escarlata.
Le llamó la atención no sentir ningún sollozo proveniente de la mujer. Creyó oír una especie de rezo, muy monótono en su ritmo como de tambor.
La lectura de la sentencia lo sacó de este ritmo hipnótico. Lo sorprendió saber que se trataba de una bruja, no de una adúltera como creía. Debido a su alta alcurnia se la había condenado a morir decapitada y no en la hoguera. Esto le hubiera resultado mucho más confortable al verdugo, pero aún así no se inmutó y emprendió la tarea.
Tomó su hacha y golpeó el cuello con la mayor fuerza de la que fue capaz. Aunque fue un buen golpe sin duda, no alcanzó a cercenar la cabeza que empezó a sacudirse, entre los borbotones de sangre que iban brotando de las seccionadas venas.
Indignado, el verdugo descargo cuatro hachazos más. Rápidos, coléricos, pero infructuosos.
La cabeza todavía estaba unida al tronco por varios hilos de carne y algunos tendones; y a juzgar por la forma en que movían las piernas de la desafortunada mujer, aún no había logrado acabar con la vida de la condenada.
Cansado, lanzó su hacha al suelo y ante la mirada atónita del pueblo presente, tomó con su mano la cabeza y le dio un fuerte tirón, que terminó de desprenderla. Consumó así, la labor que se le había encomendado. Los mechones escarlatas se le escurrían entre los dedos y parecían ser la fuente de la sangre que lo empapaba.
Se retiró satisfecho del patíbulo sabiendo que su reputación como verdugo estaba a salvo.
Los sepultureros se encargaron del cuerpo y la cabeza, que fueron arrojados a la hoguera. Ninguna bruja puede descansar en terreno sagrado. Sin duda sus cenizas serían esparcidas en la tierra o, mejor aún, arrojadas al río. Como si de esta manera se pudiera borrar por completo el recuerdo de la bruja.
Los ciudadanos estaban horrorizados con la brutalidad del Verdugo. Se lo demostraba el silencio con el que lo miraban. Sabía en su fuero que el desprecio y el miedo que le tenían habían aumentado, pero poco le importó. El ser un Verdugo no era una labor como para hacer amigos.
No se quedó a ver como se dispersaban las cenizas, sino que se dirigió hacia su casa, alejada del pueblo.
Al cruzar la cerca que delimitaba su terreno, el verdugo decidió ir a lavarse al río que pasaba, perezoso, frente a su patio. Siempre acostumbraba limpiarse en el cauce después de una ejecución. Le gustaba ver como la sangre se le iba diluyendo de su brazo y se mezclaba con el agua. Le hacía pensar que el agua lavaba también la atrocidad de lo que hacía, que lo purgaba de culpas. Después de todo, Dios no podía culparlo por realizar su trabajo.
Llego hasta el río y se subió a una improvisada represa que se alzaba en el medio del cauce. Le había llevado tiempo construirla, durante los meses de verano y la había armado colocando piedra sobre piedra, con infinita paciencia. Llevaba en su brazo el hacha justiciera que también debería ser lavada. Desde lo alto de la represa que se elevaba unos 50 cm. sobre el nivel del río, el agua se veía oscura debido sin duda a los 2 metros de profundidad que tenía en esa parte.
El verdugo se acercó al agua teniendo cuidado en no dejar caer el hacha hacia el fondo. No deseaba tener que sumergirse en el agua helada.
Se dejó hipnotizar de nuevo por los hilillos de sangre que se formaban y diluían en el seno del río.
Sonrió placenteramente cuando notó que su gran mano estaba ya limpia de la sangre de la mujer.
Notó algo raro. Si bien notaba sus dedos limpios, aún se veía el hilillo de sangre brotar de su mano, como si siguiera sucia. Sorprendido, trató de levantar su única mano para observarla más de cerca, convencido de que se había lastimado al realizar su trabajo. Concordaba con su sospecha el dolor tenue que empezó a quemarle los dedos.
Se llevó los dedos cerca de la cara para examinarse con detenimiento y confundido, casi aterrado, notó que le faltaban 2 falanges del dedo del medio y la mitad de las falanges del dedo corazón y anular. No parecían cortadas, como hubiera sido si hubiera tenido un accidente con el hacha, sin que más bien parecían disueltas. Como si la hubiera metido en un corrosivo ácido, la mano le quemaba y la herida tenía los bordes difusos. El dolor empezaba a extenderse por su mano y la sangre, su sangre, goteaba y se divertía haciendo cabriolas en el agua del río. Asustado, el Verdugo trató de incorporarse y se apoyó en la roca para ayudarse. Cuando comenzaba a hacer fuerza para levantarse sintió en su muñeca la firme presión de cinco dedos, que le aprisionaban, con una infinita fuerza y lo tiraban hacia abajo. Desesperado trató de luchar con esa mano, blanca, que inexorablemente le iba hundiendo en el río.
El dolor se intensificó cuando volvió a tocar el agua. El verdugo, paralizado por el terror, sintió como se iba disolviendo como si fuera un castillo de arena, arrastrado dentro del cauce por esa mano que reflejaba la luz de un modo macabro. Trató de realizar un último esfuerzo, luchando con sus piernas contra la inefable fuerza de su opresor, pero fue inútil.
Al caer al agua, lo sorprendió encontrarla tibia.
Un gruñido se le escapo al notar que se iba desarmando, diluyendo, disolviendo; mientras era arrastrado hacia la oscuridad del fondo por la brillante mano blanca.
Su rostro pareció sonreír cuando sus labios se desarmaron, dejando ver como las burbujas escapaban de su boca.
En la superficie, entre la espuma, el río se llevaba los hilos de sangre que salían del Verdugo. Vistos desde la orilla, parecían cabellos escarlatas que flotaban y formaban una cabellera, como si alguien hubiera arrojado una cabeza cortada al río. |