"Se levantó por fin sorprendido por el cansancio que sentía. La bruma le lamía los pies. La cama, su cama, se balanceaba en la cima de una montaña (una que no estaba al irse a dormir). Parecía que el macizo de granito portaba un lecho como sombrero y un hombre sentado en ella, como un prendedor.
"Uno" contó en voz alta. Y los bordes de su visión se doblaron como cuando el viento trata de dar vuelta la página del diario abandonado que lee.
"Dos" prosiguió, y detrás de la realidad que se tambaleaba y comenzaba a plegarse, vio el espacio púrpura que vive entre las estrellas.
"Tres" dijo en voz alta.
Se asombró de que no le doliera cuando, con un crujido de cartón, el universo se contrajo sobre sí mismo y se lo engulló. Se sintió más bien resbalarse por una garganta de irrealidad. Una grieta en el diseño perfeccionista divino. De alguna manera, era tranquilizador caer.
Seguir
C
A
Y
E
N
D
O
y desaparecer. Sin sorna. Sin presión. Lentamente, como llega la mañana.
"Cuatro" dijo una voz, entre los planetas, rebotando en infinitos espacios de color púrpura..."
1.
La mañana tiene sus aristas. Sobre todo si ya no se sabe por dónde sale el sol. Digamos que el Astro Rey, el Emperador Radiante, se conformaba con lanzar sus dedos sobre el conglomerado edilicio que era la ciudad. Una ciudad que, sobre todo por las mañanas, daba la sensación de que era un gigante despertando, estirando sus entumecidos miembros contra el relieve. Bostezando, aireando sus dientes. Eructando los restos de lo que había sido la noche. Confundido y soñoliento.
El matutino placer del sol, era cortado y reflejado por los edificios que se iban acumulando.
El hombre despertó en su piso 23. No fue gradual, no fue pacífico. Fue como si lo hubieran desconectado de su subconsciente (o lo hubieran enchufado a la línea de alta tensión de la realidad). De pronto supo que sus pies eran reales. Estaban ahí. Los vio asomados debajo de la sábana.
Sintió el Tic-Tac, que son los ronquidos del reloj, que le gritaban "rápido, rápido, rápido"
La luz era gris, a pesar de ser matutina. El aire era fresco, pero tenía un dejo de olor extraño. Como una piña de pino o como las manos de un amigo. Era un olor que lo llevaba a otros lados. Pero era normal que pasara esto, porque lo había planeado así.
Seguía mirando la punta de su dedo gordo. Lo recorría con sus ojos sin mover la cabeza.
Se decía a si mismo:"Este dedo, mocho, chato, con su uña blanco perla, es una de mis raíces a la realidad. Es el responsable de que me sostenga de pie ante mi mundo. Este dedo, feo, amarillento, es el gran hacedor de mi destino dentro de mi dimensión. Si no existiera flotaría por el universo perceptivo como un globo suelto. Si es que en el espacio intersolar existen los globos..."
Se acurrucó como si fuera a lanzarse hacia delante y le gritó a sus pies: "Ustedes no existen, no son nada. No quiero que cumplan más su labor. Libérenme de este mundo sin magia. Que sea yo el que viaje, el que moldee todo.
Por su culpa, pies míos, me alejé de volar..."
Entonces su cuarto se tambaleó dentro de su mente, dentro de su mundo. En los bordes de su vista, se acumuló tensión que arrugó la cama, la sábana y sus pies. Se velo su frente de bruma, que se fue espesando.
Fue conciente de cómo la niebla se introducía, plácidamente primero, luego a raudales, por su nariz y su boca. Lo hinchaban, pero le quitaban peso.
El tic-tac se fue diluyendo como si se lo hubieran arrebatado o alguien, en un ataque de nervios, le hubiera gritado al reloj que se callara. La niebla condensó nubladole los ojos. Cada vez más espesa, opresiva.
Se sintió deambular.
La negrura se volvió púrpura y se fue iluminando en la parte inferior pasando del violeta al rojo oscuro, el mismo que uno ve cuando cierra los ojos al mirar el sol. Sintió sobre su rostro el escozor, la picazón de una luz.
Entonces descubrió que no estaba ciego, sino con los ojos cerrados. Y al tratar de abrirlos, con un fuerte chasquido, su cuarto, sábana y pies, volvieron a él.
Pero volvieron con el dolor.
Mientras gritaba y se desmayaba sobre la almohada, ahora manchada de sangre, sintió el temblor de sus manos y su cuerpo. Como si un latido gigante hubiera estado cerca de él y sus miembros repitieran el sonido que los había maravillado.
2.
Un mechón de pelo le cayó sobre los ojos. Se lo acomodó detrás de la oreja y prosiguió con su juego favorito. Mientras el tren se deslizaba por los rieles y él miraba por la ventana, trataba de engañar a su cerebro para que creyera que lo que se movía era la ciudad y no él. Cuando lo lograba era como si se estuviera deslizando en un río artificial que le gritaba su "adiós" de civilidad en la cara.
Era más fácil llegar a su trabajo de esta manera. Era más fácil vivir su vida de esta manera, imaginando que lo que es no era y que lo que debía ser, sería distinto.
El bufido de los frenos lo trajo a la realidad. Se bajo del tren, tomó su paraguas pero no lo abrió. Dejo que la lluvia le golpeara la cara. Al salir tropezó con una mujer cargada de paquetes que sólo soltó una queja.
Desde la vía del tren, que era la espina dorsal de la ciudad, debía caminar bastante para llegar a su trabajo. A su oficina. Sonrió al pensar en "su oficina", ya que, como todos, se había adueñado de algo que no le correspondía. Y peor aún. Se había adueñado de algo que no quería poseer.
Lo edificios se levantaban a su paso. Eran como mástiles que enarbolaban la bandera de la frialdad. Eran bellos, como un témpano y en su conjunto daban la sensación de un glaciar. Como si en el pecho de una llanura de hielo se hubiera abierto un canal por el que circulaba la gente.
Caminaba por la avenida, apretando el paso. Recibía los salivazos de la lluvia estoicamente en su cara. La ofrecía a la tormenta. Le gritaba en silencio con su frente en alta "¡Acá estoy!, dame tu mejor golpe." Sabía que la lluvia no era violenta por naturaleza, por eso la desafiaba.
Llegó a "su edificio" y entró. Un escalofrío recorrió su espalda al darse cuenta que la mole de vidrio y vigas se lo había devorado y ni siquiera lo había paladeado. Así era todo en aquel tiempo. Tragar sin saber que gusto tiene la vida, que gusto tienen las personas.
Cuando llegó al ascensor, se acomodó lo mejor que pudo entre los que subían. No quería hablar con nadie y, como no sabía como evitar las miradas, hizo lo único que podía. Bajo la cabeza.
Descubrió que en la cadena alimenticia de la formalidad y el progreso que representaban los edificios, el tren, su trabajo y muchas otras cosas, sus pies habían sucumbido al depredador de los zapatos.
La luz del ascensor se reflejó en el charol. Se volvió púrpura. Le golpeó en los ojos y le arrancó la piel.
El color lo fue cubriendo. Volvió a tener conciencia de que estaba con los ojos cerrados, pero el recuerdo del dolor pasado en su habitación, le sugirió que no intentara abrirlos.
La gente a su alrededor se había desecho, como cuando uno tira un puñado de arena al viento. Sintió que sus granos, los granos de lo que había sido sus compañeros de viaje, le golpeaban la nuca y el cuerpo. Descubrió algo más sobre sí mismo. Estaba desnudo e iba al encuentro de la luz púrpura. Viajaba. Se dio cuenta porque oía el gemido de las estrellas pasar a su lado. Estaba en el espacio y viajaba hacia una luz púrpura...
El sonido del ascensor al llegar al piso 20 lo trajo de nuevo.
Un hilillo de sangre corría entre sus orificios nasales y su boca., Sintió el gusto a hierro hemático. Pero no le importó.
Estaba embriagado por la sensación de viaje y por el canto de las estrellas que pastaban a sus espaldas.
Se limpió con el dorso de la mano y se dirigió a su lugar de trabajo.
3.
Ante todo estaba la repugnancia. El hecho de estar preguntándose cada 2 segundos qué carajo hacía en ese lugar con esa gente. Eran como babosas, cada frase que decían impregnaba todo de una saliva verde de vulgaridad. Era insoportable, sentía la presión en el fondo de su cerebro, la indignación, la necesidad de salir corriendo de ahí. Quería gritarles a la cara lo vacías y despreciables que eran para él. Lo miserable de sus miserias y lo asqueante de sus bellezas. Eran como un perfume demasiado desequilibrado en su composición. Embotaba los sentidos, repugnaba y asustaba. Amenazaba con ahogarlo. Quería gritar.
Sus labios solo esbozaron una sonrisa. Con educada civilidad, se levantó y se excusó para ir al baño.
Se alejó de la mesa como un bandido que está robando un diamante y pasa en frente de un coche de policías. Se obligaba a no correr.
Había accedido a la reunión con sus amigos para tratar de evitar pensar en el color púrpura y en el canto de las estrellas. Y si bien se creyó capaz de soportarlos, la insistencia en la futilidad que demostraban había calado hondo en su sentido de la repugnancia.
Llego al baño que lo recibió con su estudiada higiene y su olor a hospital. Se dirigió al espejo y al agua, dónde se lavó tratando de limpiarse de las manchas cerebrales que le habían producido. El hedor no se iba.
Se llenó el hueco de las manos con agua y cerró los ojos para estrellárselo en la cara. En la oscuridad mientras las gotas lo besaban, vio al color púrpura resbalar y devorar al negro.
Le vino el eco del canto de las estrellas que pasaban. Estaba otra vez viajando con los ojos cerrados, hacia la luz. Estaba desnudo. Fue conciente de su cuerpo viajando sin peso.
Sintió sus piernas, pero le pareció que era una más corta que la otra. Cuando trató de reconocer sus pies descubrió que no tenían dedos.
Sorprendido siguió recorriendo interiormente su cuerpo, volviendo conciente cada sensación de cada parte. Resultó que tenía más brazos de los que recordaba.
Además de los 2 clásicos que venían con el cuerpo, humano, que le tocó, existían 2 más. Eran musculosos pero cortos, con 3 dedos cada uno.
Su pecho era más pequeño y con forma triangular. Su nariz había desaparecido y había dejado sólo una marca como señal de su paso. Sus orejas se habían ido con ella.
Sin embargo aún escuchaba el canto, la llamada mejor dicho, de las estrellas. Sobre el coro que cantaba un murmullo ininteligible, se elevaba una voz poderosa. Una voz que recitaba algo que no podía entender.
Supo que se aceleraba su viaje, que se acercaba con infinita felicidad al lugar al que viajaba. Supo que estaba entrando en la atmósfera de un planeta. Sintió el frío azotarle la cara a medida que atravesaba las capas del fluido para acercarse más y más a la fuente el canto. El sonido lo envolvía, lo llenaba. Parecía que su corazón iba a implotar de felicidad, llevándose al universo entero con él.
Aceleró aún más sintiendo que se desesperaba por llegar a la fuente y unirse al canto.
La puerta del baño se abrió y lo sobresaltó. El agua aún le goteaba sobre el rostro y se entremezclaba con las lágrimas. La opresión volvió a morderle la nuca.
4
Estaba desnudo, acuclillado encima de su cama. Se concentraba fieramente, con desesperación en sus pies. Las raíces de su realidad. Estaba tratando de volver a ver el color púrpura. Pero no lo podía lograr.
El canto de las estrellas resonaba en su mente, como si un duende diminuto lo recitara en el edificio vacío de su cabeza.
Lloraba de frustración. Con rabia. Necesitaba volver. Necesitaba regresar y culminar su viaje.
Cansado, descorazonado, bajó de su cama. Empezó a caminar por su pieza.
Contaba su pasos. Casi podía observar como las ondas de presión que dejaban sus pies se expandían y transmitían a todo el suelo debajo de él hacia abajo. 23 pisos.
El viento jugó con la cortina de su ventana, una ventana grande, dejando ver la sonrisa de la noche, picada por las luces de la ciudad.
Se acercó a la abertura. No corrió la tela blanca sino que trató de atravesarla, cerrando los ojos una vez más, deseando recorrer nuevamente el espacio, con el canto de las estrellas a su espalda.
Sus pasos se aceleraron mientras tropezaba y caía. Sonaron como un tambor de cuero. El rasguido de la cortina lo asustó, pero lo que lo aterrorizó era el sentirla golpeándole la cara y el cuerpo desnudo mientras la gravedad lo atraía. Gritó. Luchó por su vida. Mientras el suelo se acercaba, mientras su cuerpo recorría los 23 pisos que lo acercaban al suelo, notó que la luz a través de la sábana era de color púrpura. Como cuando uno mira al sol con los ojos cerrados.
Entonces la caída se transformó en viaje. Un viaje recorriendo espacios siderales...
Las luces de los pisos que dejaba detrás, eran los rostros de las estrellas...
La distancia se dilató, mientras su grito se transformaba en el rezo del coro estelar que adornaba el llamado...
Supo que su cuerpo viejo, con sus dos brazos, se encogía preparándose para el impacto. Pero no lo pudo remediar...
Sintió su cuerpo nuevo hincharse de alegría preparándose para un aterrizaje con menos gravedad de la habitual...
Vio venir la acera, los autos, la gente que sorprendida mira hacia arriba al descubrir su grito en el cielo. El sonido que emanaba de una mancha negra que caía, envuelta en una tela blanca...
Aceleró con placer al acercarse a su planeta, ahora lo sabía, que lo estaba esperando.
Cruzó la atmósfera, dejando un zumbido que adornaba el canto que sentía y que lo llevaba. Se preparó para llegar...
Atravesó el último piso a una velocidad increíble, pidiendo, rogando al cielo que no doliera tanto, que no fuera real el suelo que se le venía encima...
El golpe lo aturdió, sintió como su cuerpo viejo se desarmaba en un millón de partes con infinito dolor. Supo que estaba sobre su sangre que se mezclaba con la tela de la cortina tiñéndola de un color rojo oscuro. Se dejó tragar por la negrura que avanzaba. Colocado como un muñeco de tela. Abandonado sobre la calle.
Sintió que sus pies sin dedos se posaban sobre su tierra nueva y el canto de las estrellas se hizo enorme, megalítico.
Sonrío, porque entendía lo que le decían. Comprendía su significado de bienvenida...
Sonrío tendido en la acera, reventado como un ave atropellada...
Feliz, dejo que el aire de su pecho inflara una burbuja rojiza sin reventarla...
Feliz, pleno de la luz púrpura, abrió los ojos...
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