UN OSO ROJO.
(Cuento corto)
DANIEL O. JOBBEL
Las marchas de la mujer con el oso rojo se parecen mucho a los circos de pueblo alrededor de la plaza. El aroma: el olor de alfalfa cortada, y otras imaginarias como el girar de los girasoles marcando el paso del radioteatro a hora de la siesta y yo conversando con las lagartijas, alimentado por mis niñeras, tías gordas y feas que me llenaban la panza con mate amargo y los días de fiesta mi padre haciendo algún asadito y la mujer con su oso rojo amasando el pan con chicharrón, delicia de ciertos comensales.
Mi barrio que es el de esa mujer con su oso rojo, de veredas rotas y baldosas flojas, jugando con ejércitos de chapitas y figuritas de astros de la redonda, se asemeja a un pueblo solitario. Sin la soberbia del centro, y sus rutilantes neones. Su pasividad es alma. Su solidaridad es humilde, pero cierta.
Por Olegario Andrade y Callao los iluminados zaguanes llenos de historias de algún perdido amor supieron alimentar los relatos de la mujer con su oso rojo, y se veían rozagantes con sus flores perennes y sus mosaicos gastados.
Ahí nomás, en el mismo campo imaginario mis perros y mi caballo de madera. Algún soldadito de plástico y caciques pintados a pincel. Los perros de todos y el caballo de todos, y las nutrias salvajes, las pocas vacas, algunas vacas con sus toros puestos y luego sus crías y los caranchos y las liebres en el monte Bertoloto y las lechuzas y las víboras yarará y los bagres sapo, los pequeños saltamontes y los escorpiones, ese ensortijado camino de hormigas negras dibujado en la gramilla, las vinchucas, los teros, los mosquitos, por supuesto los molestos mosquitos; tornasoles de un sol que se quedaba dormido en mi barrio sobre las vías del tren que regresaba de la gran ciudad, a ese Rosario, en un atardecer de otoño.
Pan para la mano hambrienta, vino y agua para el sediento era la consigna en la casa de la mujer del oso rojo… cita para los amigos y los no tanto...
Nunca supe su nombre. Tampoco jamás se me ocurrió preguntarlo. En el barrio nadie conocía el secreto. ¿Donde estaba ese secreto? que como un perro sin aullidos busca un pretexto para lamer su herida. ¿Por qué marcha con su oso rojo? En las calles se diluyó su aroma, donde los vientos hieren los eucaliptos y las noches son negras bajo un cielo roto cual sus ojos, como los ojos de la mujer con su oso rojo. Solo ella lo protege del acecho, sólo tú mujer, sólo yo sé de ti como fuente, nido, presagio, litoral. Nadie me puede arrebatar la imagen de que existes. Suelta una lágrima si quieres, pero da una respuesta.
Soy un chico, me siento un chico con sus juguetes...
A la mujer con un oso rojo en el delantal se la ve marchando solita alrededor de la Plaza como una viuda de los jueves con su pañuelo blanco. Amenazante delante de mí se aleja más de mis recuerdos. Ésta no tiene polvo como esos recuerdos de antigua data, brilla y parece nueva; su dibujo es más nítido y al tocarla siento que late como si se tratara de un corazón humano.
Ella sigue sin moverse, sólo sus labios han adquirido un fuerte color rosado. La sigo con la vista desde mi ventana con barrotes herrumbrados. Miro de forma interrogante, sin conseguir respuesta, sigue igual, sin siquiera mover un dedo. Tomo una caja de madera, la tiro al piso y me paro en ella para observar mejor y miro. ¿Imagino un sueño?
Unos dicen que está chapita, que no le llega agua al caño. Otros, a causa de que su perro murió atropellado por un auto delira; los demás, que un día un oso rojo se le cayó al zanjón y se ahogó en un agujero negro. - ®
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