De anoche,
y del destrozo de mis flamencos subacantilados
en la rompiente rosa roja y negra de día y noche
me ahuyenté, en mil pedazos,
desde una roca mordida por el mar.

Pisé veloz,
a espaldas del poniente y pescadores incarados
por redes incrustadas entre piedras humedizas
pasé postes de sal, rocé sus grietas duras
con mi norte en celo fuí mi fauno ardido
matas arriba.

Hubo tu puerta, que el coirón raía,
y el remolino azul de tus ojos sucios
hubo el incendio de tu calma
y los tallos duros de tus venas
hubo, en fin, que atizé
los cadaveres enroscados en mis labios.