Viaje a Londres
MI padre y el tipejo de la entrevista apuntaban en la misma dirección, al menos en las sentencias finales que llegué a captar de los dos. Han pasado años entre una y otra, pero el diagnóstico es el mismo: “Jaime, eres un inútil y tan siquiera sabes cuidar de ti. No, no es de ahora, no. Esto me viene, nos viene, desde aquella nefasta experiencia del viaje a Londres; desde antes de partir ya éramos unos vagos irresponsables y faltos de cualquier conocimiento, por elemental que fuera, para poder sobrevivir. No era sólo cosa mía. Era cosa del grupo. Estábamos contaminados unos con otros y resultásemos idiotas, engreídos, vanidosos, vagos e inútiles, como grupo y también a nivel individual. No fue la boda de mi hermana con Alejandro, ni el nacimiento de Tomás. Al fin y al cabo, yo ya contaba con eso; era lo lógico que tenía que pasar. Mi hermana y Alejandro ya hacía tiempo que tonteaban y se bebían los vientos mutuamente. Mis padres, si no se enteraban, era porque para ellos éramos como hermanos y entre hermanos, no suelen suceder esas cosas, pero si los hubieran visto en las salidas de los fines de semana, también se hubieran dado cuenta. Yo nunca me atreví a comentarles nada. No era mi problema y además, de alguna forma, envidiaba a Alejandro de la suerte que tenía el tío para pasarlo bomba sin ningún esfuerzo; todo lo contrario de lo que nos pasaba a todos los chavales en aquella época. A mí me pudo pasar exactamente igual con Teresa. Me salvó, que cuando ella ya era una hembra que llamaba la atención y provocaba que todos los tíos se la comieran con los ojos, era aún un avergonzado mozalbete, sin otro atractivo que mis granos de acné y un miedo atroz al ridículo. En aquella época, Teresa se burlaba de mis incipientes pelillos que afeitaba con tanto entusiasmo y despreciaba mi físico huesudo hasta que, ya pasados algunos años, nuestros cuerpos alcanzaron cierto equilibrio, ella por su belleza y el mío por la figura robusta y bronceada de surfista; entonces sí que me buscaba y no la despegaba ni un instante de mí. Nuestro trato era tan familiar, que aunque sabía que andaba detrás de mí, nos comportábamos con “cordialidad de hermanos” y así lo entendía todo el mundo. Íbamos a bailar, salíamos en pandilla, pasábamos mucho tiempo juntos, pero sin tocarnos y dejando absoluta libertad de movimientos, igual que con mi hermana, la hermana de verdad.
Además de hacerle pagar por aquellos primeros desprecios, también influyó que, ya algo mayores, a mí no me gustaba la forma de comportarse de Teresa: demasiado presumida e infinitamente pija; tanto, que resultaba hortera. Iba de diva, de estrecha y escogida y por fortuna, yo siempre me enrollaba mejor con el grupo de los surferos. Éramos una tribu aparte: en la forma de vestir, de relacionarnos y sobre todo, de vivir. Cuando decidimos viajar a Londres lo dejé bien claro; iba con ellos, pero en ningún caso como acompañante de nadie. Viajaríamos juntos, comeríamos y dormiríamos en los mismos sitios, pero yo actuaría en algunos casos como si fuera solo. Teresa se apuntó al mismo plan, pero no se supo controlar y ahí empezaron todas nuestras desgracias: la cautivó la cerveza, el polvo blanco y aquél rudo pelirrojo, con pintas de vikingo. Dos horas de madrugada y preñada. Seguro que ni se enteró, aunque por vergüenza, a mí me confiesa que no se acuerda y a las amigas y conocidos, les dice que fue una historia romántica que duró apenas tres semanas y que ella deseaba ese final, tal como pasó. Quería un hijo, pero no deseaba marido. Y la forma más sencilla y la manera de evitar cualquier complicación en el futuro, era tenerlo con un desconocido que le gustara, pero del que no volvería a tener noticias el resto de su vida. Eso es lo que cuenta. Lo que pasó fue que bebió demasiado, quiso darme celos y, como no le hice ni caso y estábamos medio borrachos, se dejó y... el resultado Tomás.
Una borrachera. Ni placer, ni orgasmo, ni noche de sexo, ni nada de nada. Estábamos juntos, bebíamos juntos. Nos unimos a más como nosotros, pero no españoles y ni ella ni yo, nos acordamos del cómo y del cuándo pasó. Fue dentro del local donde estábamos bebiendo, bailando y fumando. Entramos juntos y juntos volvimos al hotel. A ella la sobaron, la besaron y quedó preñada. No se acuerda si fue en la entrada de los lavabos o a la salida contra la pared del local. Yo no tuve ningún contacto carnal con ella, ni con otras chicas. Sí hubo algún toqueteo bailando, pero sin ningún interés o, al menos por mi parte, porque no me acuerdo, aunque si recuerdo que no perdí la consciencia en ningún momento. Además no hubo ninguna conversación con nadie. No sabíamos inglés. Yo era el que pedía las bebidas, pero más por señas que de palabra. Teresa, ni eso. Recuerdo que sonreía y ponía la cabeza de lado, como ensimismándose del ambiente. Resultaba graciosa y aquellos gestos debieron ser los que provocaron que, un ruidoso grupo de chicos y chicas que estaban a nuestro lado, nos sonrieran y se dirigieran a nosotros con gestos amables de asentimiento y brindis. Pero no entendimos nada y lo único que consiguieran de nuestra parte, eran sonrisas entrecortadas y pequeños balanceos al ritmo de la música y pasado algún tiempo, intercambio de cigarrillos. Querían “Ducados” y nosotros llevábamos tabaco inglés. Hay que ser idiotas y tener poco experiencia. Por ahí empezó el baile, aunque yo apenas me moví de la barra. No sé que tenía aquella cerveza, que me tuvo sujeto sin levantarme del mismo sitio, por lo menos 2 horas; nunca me había pasado. Teresa sí bailó. Debió de bailar con cada uno del grupo con que iniciamos los saludos y con todos los que se le acercaron. El melenudo que creo padre de Tomás, no era del grupo situado a nuestro lado.
No hubo más días como aquél y a la vuelta, Teresa venía embarazada. Cuando emprendimos el viaje, acababa de tener la regla, según confesó al notar la falta y en todo el tiempo que estuvimos juntos, que fueron treinta y ocho días, en todo momento, estuvo acompañada por su hermano Alejandro o por mí. Menos mal que nunca nos acostamos, ni siquiera un roce casual. Ahí quedó todo y no se volvió a comentar; tampoco con mi hermana ni Alejandro de lo que pasó. Mejor lo que no pasó, a pesar de los resultados. A veces, me siento como si fuera culpable y en parte por no haberla protegido. Menos mal que Teresa, siempre dejó bien claro que no estábamos juntos y que, únicamente, nos encontramos para volver al hotel como habíamos quedado previamente. Ni me siento culpable ni, mucho menos, responsable de nada pero, tengo una sensación, una carga molesta, un no sé qué, que me acompaña desde entonces. Es otro jodido estigma de mi incompetencia, de mi inutilidad.
Si la vida es, en general, una consecuencia positiva, un avance de las cosas o, por lo menos durante los periodos de desarrollo y plenitud, como el que en los últimos 20 años debo de estar pasando yo, ¿por qué sólo alcanzo a experimentar lo negativo? Quizá lo malo, no es lo negativo; es lo que está parado, lo que no avanza, de ahí esa sensación de inutilidad que puede representar mi vida. Pero hasta ahora, no me he dado cuenta; no he percibido nunca esa sensación. De hecho, hasta consideraba que era un tipo cojonudo. Por encima de lo normal. Algo pasota, pero más avispado y competente que la mayoría de los que conozco. Cierto que no tengo un trabajo y todo lo que hice hasta ahora ha sido vivir de mis padres. Pero, escaseces aparte, siempre me he mantenido a una altura social de cierto nivel. No tengo estudios ni titulaciones, pero creo que doy la talla en cualquier reunión y mis comentarios y divagaciones, que salen siempre de forma espontánea y natural, como opiniones personales o como informaciones ciertas y adecuadas, son recibidas de buenas maneras y crean tertulia. De hecho, me buscan o me están esperando casi siempre, de ahí mi facilidad de comunicación en los ambientes de bares, tanto nocturnos como del resto del día. No me conozco en campos profesionales, porque nunca trabajé, pero estoy seguro que puedo ser tan competente como el primero. Lo que pasa es que no tengo aprendizaje y sin aprendizaje no hay experiencia y sin experiencia, a mis años no hay trabajo. Esas son las referencias que pedía el pijo de la corbata. Y supongo que una vez dentro de lo que sea, con el aprendizaje de la tarea que te pongan, también viene el aprendizaje de las formas y el vocabulario concreto de esa actividad, porque cada sector tiene sus formas, sus palabras, su forma de expresarse. Cuando hablaban de referencias, yo creía que era otra cosa. Al decirme mi hermano que pedían un tipo sin referencias, ya yo no le creí. Le hice caso por probar, pero estaba seguro que aquello, tenía que tener algún significado. Cuando lo ponían, era por algo. Una cosa, cualquier cosa, se dice, se menciona por lo que es, sin más. No se añade una coletilla con lo que no lleva o no necesita, porque eso está entendido de antemano. Si se menciona que no necesita tal cosa, es porque se trata de algo nuevo, donde se ha suprimido precisamente eso que se resalta que no necesita. Por ejemplo, los teléfonos o los ordenadores, que muchos no llevan cables. Cuando dicen sin cables, es que la conexión la han sustituido por otro medio, el que sea y, ese aparato nuevo funciona sin cable, cuando hasta ahora, siempre llevaba cables de conexión.
También creo que no significa lo mismo la palabra “referencias” para un Banco, un puesto de trabajo o una cita amorosa. A los tres sitios puedes ir sin referencias, pero incluso aportando “habilidades” que te permitan un primer contacto, a continuación exigirán referencias y en cada caso, muy posiblemente se referirán a cosas distintas. Bueno, o no. Quizá unas buenas referencias del Registro de la Propiedad, sirvan para los tres, aunque matizando mucho. Lo de “Inútil sin referencias” sí que tiene miga. Si soy el de la corbata, hubiera asesinado al inútil de pantalón vaquero que, de verdad, sí era yo. Tenía razón el tipejo aquél. Si señor, es justo reconocerlo y lo tengo que reconocer. Me ven como un inútil, aunque no quiera admitirlo, porque no lo soy.
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